Multinacionales como Amazon, Apple, Disney, Facebook, Microsoft o Starbucks han ofrecido a sus empleadas pagarles un aborto en caso de que el estado en que vivan lo prohíba. Así están las cosas después de que el Tribunal Supremo de EEUU revocase la histórica sentencia Roe vs. Wade de 1973 y el aborto haya dejado de ser un derecho. Ahora será cada estado quien decida mantenerlo o prohibirlo.
La rapidísima reacción de distintos colosos del capitalismo entrando en la batalla ideológica demuestra dos cosas. La primera es que llamar «marxismo cultural» a que los gigantes de Wall Street promuevan el aborto o la ideología de género no es que sea inexacto, sino una malintencionada forma de generar confusión y embarrar el debate. Cuando el diagnóstico es erróneo es imposible encontrar el remedio adecuado.
De este modo «marxismo cultural» se ha convertido en el cajón de sastre donde agrupar toda la mercancía averiada exportada desde los campus de las universidades estadounidenses: ideología de género, aborto, LGTBI, medioambientalismo, feminismo, control de la población, inmigración masiva… Todas las grandes transformaciones sociales e ideológicas de las últimas décadas serían impulsadas por una especie de mutación del marxismo.
El movimiento provida ha demostrado que los gigantes se pueden derribar, que las inercias no son para siempre y que no hay causa perdida
Sin embargo, esta tesis es insostenible. A estas alturas de siglo meter a Karl Marx en la ecuación es sencillamente una estafa intelectual más grande que llamar «memoria» a la ley que reescribe la historia al dictado de ETA. A menos que Marx se haya reencarnado en Jeff Bezos, Mark Zuckerberg o Bill Gates, o El Capital sea de repente la política de empresa que aceptan los usuarios de Facebook, nada nos mueve a pensar que el marxismo esté detrás de todos estos cambios.
La segunda conclusión que suscita la histérica respuesta de las élites es que el movimiento provida ha demostrado que los gigantes se pueden derribar, que las inercias no son para siempre y que no hay causa perdida. Décadas de batalla cultural han propiciado una gran victoria -no la definitiva- frente a la subvencionadísima cultura de la muerte y han cuestionado una de esas «conquistas» que el progresismo creía inalterable, “un debate superado” en palabras de los progres a este lado del charco. A la formidable maquinaria propagandística -Hollywood, Wall Street y Casa Blanca- sólo le queda la censura y cuando al poder sólo le queda la represión su derrota es cuestión de tiempo.
Quien ya ha sufrido en sus carnes el acoso y señalamiento es el juez del Supremo, Brett Kavanaugh, increpado por partidarios del aborto en un restaurante hace unos días. EEUU exportó el aborto a todo Occidente y ahora importa el escrache, tradición más hispana (Argentina), que defiende y justifica la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre, una joven racializada que bien podría ser portavoz de Black Lives Matter: «Esto es democracia».
En España también se han justificado los escraches y aún queda tiempo para que las cosas mejoren, pues estamos muy lejos de ver a todo un presidente del Gobierno acudir a una marcha provida, como hizo Trump en la explanada del Mall de Washington en 2020, y proclamar sin complejos que «los niños no nacidos nunca han tenido un defensor mayor en la Casa Blanca». Naturalmente las élites económicas, culturales y mediáticas se echaron encima.
La familia es un obstáculo para el modelo de las multinacionales. Tener hijos exige sueldos más altos y tiempo que dedicar en casa
La cuestión esencial, volviendo al fondo del asunto, es por qué las grandes multinacionales prefieren financiar un aborto a sus empleadas en lugar de animarles a tener hijos. Claro, es más barato pagar un aborto que una baja por maternidad: la trabajadora estará casi medio año de baja y cuando se reincorpore ya no será la misma, necesitará tiempo para llevar al niño al médico, colegios, etc.
De ahí que el ideal de estas grandes empresas sean sociedades de individuos atomizados, pues la familia -tener hijos- es un obstáculo para el modelo de las multinacionales. Tener hijos exige sueldos más altos y tiempo que dedicar en casa. Por otro lado, el que no tenga cargas familiares (así lo llaman ahora) siempre podrá entregarse en cuerpo y alma a la empresa (verdaderos matrimonios modernos) que, en generosa contraprestación, rara vez devuelve el sacrificio de su trabajador pagando las horas extras.
Pero además del ahorro económico estos gigantes tienen su propia agenda. No sólo es cuestión de dinero. Es mucho más que eso. Estas empresas no son neutrales en la promoción de según qué ideas. Ahí está la página de inicio de Google, que muta a diario para conmemorar diversas efemérides políticas o días internacionales sin importar que tomar posición le haga perder dinero. Se equivoca, por tanto, quien piense que todo lo explica una tabla de excel. ¿Acaso Starbucks vende más cafés cuando sus tiendas y empleados se tiñen con la bandera arcoíris del orgullo gay?
Es frecuente que estas compañías apadrinen causas como el cambio climático, el feminismo, el multiculturalismo o el antirracismo. Durante la campaña «Black Lives Matter» promovida en EEUU por el homicidio de George Floyd a manos de un policía en mayo de 2020, Google y Apple desarrollaron ajustes para apoyar al movimiento. Así, el asistente de voz de Google introdujo una respuesta para la frase «todas las vidas importan» utilizada, en teoría, por personas que niegan el racismo. Google respondía: «Las vidas negras importan. Las personas negras merecen las mismas libertades que todos los habitantes de este país, y reconocer la injusticia que enfrentan es el paso para superarlo».
La realidad es que el verdaderamente desprotegido en la ecuación es el niño, cuyos derechos son literalmente triturados
Llegados a este punto conviene detenerse en el papel de la izquierda en las democracias liberales a ambos lados del charco. ¿Son los partidos de izquierda un obstáculo para el avance de las ideas promocionadas por el gran capital? Nadie que tenga un mínimo de honestidad intelectual podría responder que sí, a menos que en su cabeza sigan rigiendo los códigos bipolares del Muro de Berlín. Pero el mundo ha cambiado desde 1989 y el capitalismo (progresismo) está muriendo de éxito.
Esta confusión generalizada es la que permite que la izquierda (históricamente con el débil frente al poderoso) defienda el aborto con el argumento de que se trata de los derechos de la mujer. La realidad, sin embargo, es que el verdaderamente desprotegido en la ecuación es el niño, cuyos derechos son literalmente triturados.
Hace tiempo que la izquierda en todas sus tonalidades (socialdemócrata, comunista, bolivariana…) es el felpudo del gran capital, pues no hay causa que salga de la ONU, Wall Street, Bruselas o Hollywood que no apadrine con entusiasmo. Aborto, ideología de género, fanatismo climático, multiculturalismo e inmigración ilegal masiva son banderas que defienden desde los partidos liberales o liberal-conservadores hasta la extrema izquierda. Hay un consenso capitalista que impostores de todo pelaje disfrazan con las siglas más variadas peleándose en cuestiones menores para disimular que están de acuerdo en las mayores.
Claro que habrá quien refute todo ello y siga llamando «marxismo cultural» (quizá por mala conciencia) a esta agenda globalista que disuelve los vínculos que caracterizan a las sociedades fuertes.
Frente a los impostores, llamémoslo capitalismo cultural. Ahí están casi todos de acuerdo.