Doy por hecho que están ustedes al tanto, por su enorme eco, del diagnóstico de 15 enfermedades que el Papa Francisco ve padecer a su Curia, la romana. El texto de este examen de conciencia es extraordinario y vale la pena leerlo. Parece muy razonable suponer que la descripción de las quince patologías sólo está al alcance de quien la ha sufrido en sus propias carnes. Y ahí, además de Francisco, entramos muchísimos. No lo digo por haber sido víctimas directas de la Curia Romana, que no son tantos, sino por serlo de las Instituciones –cualesquiera, políticas y religiosas, desde el Estado y sus administraciones, oficinas y ventanillas, con sus Bruselas, ONU, Agencias y Oficinas, hasta las carcasas orgánicas de las Conferencias y Curias episcopales y estructuras de organizaciones religiosas-, y ahí sí somos legiones. “También la Curia, como todo cuerpo, como el cuerpo humano –dice con hábil extensión el Papa-, está expuesta a enfermedades”. Si se toman la molestia, y cierto placer, de leerle el diagnóstico, de inmediato aplicarán las 15 patologías, no sólo a la Romana y a las curias, sino a montones de instituciones y organismos que, debiendo servirnos –porque son medios-, se adueñan de nosotros, se sirven a sí mismas, y se transforman en causa y fin de sí mismas. Pero eso no ocurre sin ciertos personajes que se infiltran, apoltronan y las dominan. Esos son los enfermos. Unos enfermos que nos matan.
Empieza el diagnóstico con la descripción del complejo de “inmortalidad”, es decir, un considerarse imperecederos, inmunes e “impunes” -¿a qué les suena en España esa “inmune impunidad”?- tan indispensables que descuidan los controles necesarios y habituales, pues, incrustados y encarnando la institución, no deben explicación a nadie, aunque, en cambio, todos estamos como en deuda bajo el pie de esa caterva de narcisos, con complejo de “elegidos, dueños y superiores”. No saco de mi experiencia e indignación esos adjetivos, sino literalmente del texto del Papa Francisco, que no tiene pelos en la lengua a la hora de calificarles.
Vinculado a este apoderamiento desde adentro de las Instituciones –repito que cualesquiera-, se da la enfermedad de la “fosilización mental y espiritual”, que son los que tienen el corazón de piedra y son duros de cerviz, que se esconden bajo documentos de papel, convirtiéndose en máquinas de burocracia y pierden aquella sensibilidad humana que permite sufrir con los que sufren y alegrarse con los que se alegran, es decir, de ejercer el servicio con humanidad y sentimientos. Y hay, además, la enfermedad de “la rivalidad y la vanagloria”, cuando la apariencia, los honores, las condecoraciones, las insignias y la trepa se han convertido en el objetivo principal de la vida y en la torva y envidiosa mirada con que se pondera las expectativas del rival. Y la patología de la “esquizofrenia existencial” de los que viven una doble vida, fruto del progresivo vacío interior, amantes de refugiarse en asuntos burocráticos, que les liberen de la atención directa a las personas concretas, que se crean un mundo propio, paralelo, escondido y con frecuencia “disoluto”. Y la enfermedad de la fría indiferencia y el egoísmo avaricioso, que impide sentir el menor calor y sinceridad hacia los demás, que evita poner la propia pericia al servicio de los menos expertos, que se guarda información que pudiera favorecer a otros, mientras por celos, envidia y falsa astucia se regodean en ver como cae el otro, sin mover un pelo por ayudarle o levantarle.
No es el caso seguir comentándoles el resto de las 15 patologías, por respeto a su texto original y porque no tengo nada que pudiera mejorarlo o completarlo. Mi propósito es alentarles a leer el texto completo, no tan extenso como muy ameno. No se pierdan el diagnóstico del chismoso y del murmurador, con sus campeones en la siembra de cizaña y en asesinar por la espalda a sangre fría; ni la enfermedad de divinizar a los jefes, con sus cortejos y adulaciones, ni la patología de los círculos cerrados o castas selectas, salones de iniciados y mandones, ni las patologías de la acumulación de bienes materiales, cuya seguridad psicológica se cimenta en el tener más y más, sin darse cuenta de que son unos “desgraciados, dignos de compasión, pobres, ciegos y desnudos…”; ni la enfermedad del exhibicionismo y la vanagloria mundana.
Como toda realidad humana tiene trasero tragicómico, hay una patología cuya descripción proviene del humor de la “luz tierna y sabia” –que así describen al Espíritu de Dios- y que no tiene desperdicio en boca del Papa. Es “la cara de funeral”. Consiste en aquel prototipo de personal huraño y ceñudo, que considera que para ser serio y respetable es necesario inundarse el rostro de melancolía y severidad, tratando a los demás –sobre todo a los inferiores- con rigidez, dureza, arrogancia y alguna saña. Añade el Papa que esa “severidad teatral y pesimismo estéril” (sic) son a menudo síntomas de inseguridad en sí mismos y miedo a los demás, a los que por eso castiga. Un corazón lleno de Dios –receta Francisco- es un corazón feliz que irradia alegría y humor. “Qué bien nos sienta una buena dosis de sano humorismo”, termina el Papa.
Y tomándose por la palabra, concluye con una misericordiosa anécdota: “los sacerdotes son como los aviones, sólo son noticia cuando caen, pero… hay muchos más que vuelan”. A mi me parece que las 15 patologías no son una exclusiva de la curia ni de los curas. Lo son de quienes tocan poder, olvidan la finalidad de servir, y desde esa posición, tan ansiada y codiciada –a veces a “codazos”- se aprovechan en su sólo y propio beneficio. No sé que les parecerá a ustedes. A mi me da que este Francisco, dándoles unos azotes finos a los de su Curia -cosa que nadie le reprochará-, ha logrado propinárselos a ciertos incrustados en curias e instituciones religiosas –secos, burócratas, fríos e insensibles, salvo a lo suyo- y, de paso, a toda esa caterva de vividores del poder y sus instituciones. Las civiles, me refiero.
Y ya que estamos en Navidad, habrá que reconocer que sea un bebé la señal de Dios, un recién nacido en el regazo de su madre y a su lado un padre protector de ese milagro de la vida, es un plan absolutamente ajeno a la psicología y métodos de los poderosos de éste mundo. En este sentido, además de sencillamente hermoso y revelador de dónde está lo real y verdadero, tiene el sabor del humor del Espíritu. ¡Qué disfruten la Navidad, sin caras de funeral, en la alegría y buen amor de estar junto a los suyos!