«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.

A hombros de gigantes

19 de marzo de 2024

En una de las primeras fotos que tengo con mi padre estoy sentada sobre sus hombros. Fue tomada en nuestro invierno clemente, frente al mar, reflejando esa manera tan suya de hablar de pasiones sin usar palabras. Visto una camiseta en la que habían serigrafiado mi apodo y él me aúpa para que conozca lo antes posible el rumor tranquilo y dorado del Mediterráneo. En esa instantánea soy, a decir del teólogo medieval, una enana a hombros de un gigante. Puedo avizorar el horizonte, y el futuro, porque él me sostiene y me eleva.

Los hombres del medievo que construyeron catedrales, los hombres de ciencia que inventaron lo inesperado y los descubridores que ensancharon el mundo, lo hicieron porque las generaciones anteriores les entregaron su obra inacabada y se permitieron ser eslabones, parte humilde de un engranaje infinito. Así, cada padre es un peldaño y, a su vez, la cachava que ayuda al hijo a subirlo. Cada padre es un código que las hijas desciframos para, postreramente, elegir un amor. Un mapa moral que trazamos cuando él no nos ve, y que consultaremos cuando él ya no esté.

Un padre es el primer hombre que dice nuestro nombre, aquél que va asistiendo extasiado al milagro por el que se concitan en nuestro rostro los ojos de su madre, su propia nariz y los labios de su esposa. Es el pasado creyendo en el futuro, un ser humano tomando la decisión consciente de, habiendo vivido, sacrificarse por quien debe vivir. Venimos de una carne y de unos huesos, del que nos vio recién llegados a este mundo y cuyos ojos habremos de cerrar.

El padre es una patria de la que nos exiliamos en la adolescencia para regresar andrajosos en la madurez, después de haber comido las algarrobas de los puercos, tras deambular por calles llenas de bandidos en las que buscábamos su incondicionalidad.

Escribía Albert Cohen en un libro dedicado con desgarro y desesperación a su madre: «Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie y nuestros dolores son una isla desierta». Un hombre nunca habitará la soledad mientras conjugue el yo en segunda persona; cuando acompañe a transitar infancias luminosas —el escaso tiempo en que fuimos inocentes—, durante el tiempo que cure las rodillas maltrechas de aventuras y se cuide de no rasguñar el alma de su criatura. No existen islas desiertas para quien tiene una misión que no acaba hasta el cielo.

Todos los padres son Héctor, en La Iliada, deseando antes de la batalla que algún día se dijera de su hijo que era más valiente que él. Todos gritan al mundo que a sus hijos los podría haber engendrado Odín, pero que lo hicieron ellos. Todos los padres son un carpintero de Nazaret tratando de nutrir y educar a un hijo de Dios.

Con un padre por frontera —primera y última línea de defensa— tomamos la temperatura al mundo, ecualizamos el drama y la comedia, andamos por montes y riberas sin temer a las fieras. Aprendemos la integridad heroica inherente a la paternidad, biológica y espiritual, que es antídoto contra el hastío y el cinismo. Contemplamos el mar, conocemos el amor, recibimos el generoso legado de quien no va a ver su labor acabada pero confía en una obra que le trasciende.

Un padre fundando una familia es un acto de fe, un desafío a la sociedad claudicante. Una hija a hombros de su padre, pudiendo ver más lejos porque él la eleva, es todo lo que necesitamos para renovar la esperanza e invocar la alegría.

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