«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

Abramos el melón de las causas morales

21 de marzo de 2024

Cada vez que un político enarbola una bandera hay que poner la cartera a buen recaudo.

Decía hace algún tiempo Íñigo Errejón, en entrevista a Yo Dona (El Mundo): «Yo abrí la cruzada de la salud mental y hoy quiero salir del armario. Voy a terapia desde hace meses y he aprendido a decir “no puedo”». No quisiera hacer mucha sangre en lo ridículo que es creerte, en 2023 en su caso, que yendo al psicólogo estás descubriendo América. Prefiero quedarme en lo segundo: en el modo en que tantos políticos andan ahora hablando a diario sobre el estado de la salud mental en nuestro país, sin analizar jamás seriamente las causas, como no sea señalando las socioeconómicas o el genérico modo en que «esta sociedad» o incluso «el neoliberalismo» o «el capitalismo» nos aplastan.

Hay un momento en la entrevista en que Errejón se confiesa: «Yo quería ser director de cine no porque fuese especialmente cinéfilo, sino para contar cosas». A fe que lo ha conseguido. A favor de que cualquiera visibilice que no ha de estigmatizarse el ir al psicólogo, por más que sea un asunto que esté más que superado (aunque Errejón no se haya enterado). Si acaso me molesta que una y otra vez ciertos políticos se apunten medallas por solventar problemas que no existen, mientras evitan cuidadosamente mancharse las manos con los que sí y son perentorios. Ésta es la película que algunos se han montado: la solución al problema de la salud mental en nuestro país es más psicólogos en la sanidad pública. Si es una película que remite a otra de Billy Wilder (Primera plana: «No dejes que la verdad te arruine una buena historia») es, principalmente, por dos motivos.

El primero es que jamás va a haber presupuesto en un país como el nuestro, para que, digamos, la mitad de la población o así cuente con un psicólogo pagado por el Estado. No hay ese dinero ni en Alemania ni en Escocia, países de nuestro entorno que basta visitar o informarse para saber que son mucho más ricos que nosotros, cuanto menos en un país, el nuestro, en que hasta la atención primaria hace aguas. La mitad ya sería poco para Errejón, que cifra en dos de cada tres españoles los que sufren una ansiedad que requiere tratamiento psicológico. Todos los que ahora quieren vivir políticamente de esta historia son consciente de esto que he dicho, y también de más, de que los pocos que entran en esa atención pública apenas reciben sesiones cortas y a veces mensuales, vagas indicaciones farmacológicas y vamos que nos vamos: migajas asistenciales.

Pero es lo segundo lo que más me importa, y tiene que ver con la mencionada amnesia de algunos respecto al origen de esta pandemia de salud mental, como también la denominan. Aquí viene a cuento recordar lo que Donoso Cortés advertía: «Levantamos tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias». Eso es exactamente lo que estamos haciendo. Hemos pasado de despreciar a los psicólogos a considerar que entre ellos y los medicamentos (somos el mayor consumidor mundial de benzodiacepinas per cápita) podremos solventar esta ola que se encrespa. Y no. No bastará con mitigar las consecuencias: hará falta atacar las causas.

Apenas van a encontrar un político o dos que se atrevan con eso. Primero, porque haría falta decir la verdad al ciudadano, ser dolorosamente honestos, y eso es algo que, en ese ámbito, definitivamente, no se estila. Y segundo porque hace falta trabajarlo mucho y da para colgarse pocas medallas; lo de desbaratar las causas, digo. Algunas de ellas son efectivamente socioeconómicas, y, en este sentido, los gobiernos que traen prosperidad y justicia mejoran la salud mental de sus ciudadanos. Tener un trabajo digno, llegar a final de mes y poder descansar de cuando en cuando, viviendo en parámetros de incertidumbre razonables, son en verdad elementos que nos alejan de los ansiolíticos y las terapias. Pero esa es solo la mitad de la historia. La otra, oculta bajo un culpable silencio, es que hay gente mentalmente enferma por motivos morales.

Antes de que alguien grite «¡moralista!» o cosas peores aclaro que por moral (=ética) entiendo las respuestas a la pregunta «¿qué hace que la vida sea justa, digna, buena, que merezca la pena?», y que, por tanto, lo que afirmo es que hay gente, cada vez más, que enferma mentalmente porque carece de esas respuestas, por debilidad de carácter, por una quiebra de conciencia. Mucha de la gente que se está rompiendo lo está haciendo porque al menor cimbreo de las circunstancias sus estructuras personales colapsan. No es de extrañar que sean precisamente los jóvenes, a quienes hemos descuidado educar en los sentimientos morales, en los principios, en su autorrespeto y en todo aquello que moralmente los funda, quienes señaladamente estén sufriendo esta plaga.

Lo diré con otras palabras: a muchos de quienes sucumben a la ansiedad o la depresión o la angustia «no les pasa nada», en el doble sentido de que ni padecen una patología ni las circunstancias por las que pasan constituyen objetivamente traumas, sino frustraciones, traspiés y contrariedades que siempre consideramos parte corriente de lo que llamamos «vida». Y lo que ha pasado, también, es que hemos empezado a considerar que la vida en sí es una enfermedad, incurable —y mortal de necesidad—, de igual modo que el ser humano es tenido por una afección del planeta, porque en esas estamos: en patologizar la existencia.

Quien no entrena la conciencia y tiene un proyecto de sentido sufre constantemente por no saber a qué atenerse y, más que por no quererse (una pretensión bien idiota), por no llegar a respetarse. Superadas las convenciones inmorales, la posmodernidad concluyó que todo principio rector nos sobraba y que la vida carecía de sentido. Lo siguiente fue fabricar chavales y ciudadanos en blanco, súbditos y consumidores, torneados de un barro que a la mínima se derrite. «Cada uno intenta huir de sí mismo, y nadie lo consigue; permanece prisionero del yo que detesta. Se siente enfermo, aunque ignora el por qué», explicaba Lucrecio hace más de dos milenios. No atienda, querido lector, a los redescubridores de la pólvora, y pregúntese, porque ahí está la solución, por las debilidades arquitectónicas que nos dañan.

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