«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Mandíbula de cristal

13 de junio de 2017

En los combates de boxeo -¿y qué otra cosa son los debates parlamentarios que un pugilato dialéctico?- es recomendable golpear reiteradamente en el punto débil del rival en el ring, sea éste el estómago, el hígado, la nariz, los ojos o el mentón. Si se conoce la anatomía de la fragilidad del oponente, es táctica obvia buscar sin descanso la zona vulnerable y concentrar ahí el castigo hasta ver el cuerpo enemigo tendido en la lona. Durante el prolongado cruce de acusaciones e ironías entre Mariano Rajoy y Pablo Iglesias a lo largo de su enfrentamiento durante el desarrollo de la moción de censura, el jefe de filas de Podemos tenía perfectamente localizada el área más expuesta del Presidente del Gobierno y de forma continua, perseverante e inmisericorde le ha atizado una y otra y otra vez en el mismo sitio hasta producirle el mismo efecto que el que soñaba en sus fantasías sado-eróticas destinado a Mariló Montero.

Más de veinte veces ha pronunciado el líder chavista una frase en la que aparecían entrelazadas dos palabras letales, “amigos”, o sea los de Rajoy, y “cárcel”. Como un martillo pilón la imagen de la larga lista de correligionarios del impávido inquilino de La Moncloa que han visitado o que se encuentran recluidos en un centro penitenciario por delitos de corrupción ha sobrevolado con oscuro aleteo la sesión parlamentaria mientras su mandíbula se iba quebrando progresivamente. Para variar un poco el repertorio de ganchos, naturalmente de izquierda, un Iglesias deliberadamente tranquilo y mesurado en el tono, dejaba ir de vez en cuando otro vocablo demoledor:”robar”. Esa ha sido la estrategia básica del nominal aspirante a Presidente -nominal porque sus posibilidades reales de alcanzar su objetivo son nulas-, echar en cara a Rajoy el ser el máximo dirigente de un partido estructuralmente venal, asimilarle a un capo mafioso carente de escrúpulos para vestir así su de antemano fracasado intento de desalojo de higiénica operación de limpieza democrática, de imprescindible maniobra de moralización de la vida pública y de justiciera sanación de un sistema podrido. No en vano el último término que ha salido de su boca en su turno dedicado a Rajoy ha sido precisamente “cárcel”, a modo de definitivo y postrero puñetazo.

Tampoco ha olvidado el coletudo fósil ideológico la técnica de trabarse al cuerpo del adversario con el fin de impedirle responder y por ello ha insistido en que veía a Rajoy bajo de forma discursiva, de leer los papeles cocinados en el taller arriolesco y de andar escaso de espontaneidad y frescura. La repetición de esta apreciación abrigaba la clara intención de devaluar los argumentos del poseedor del título desviando la atención de los televidentes de su mayor o menor fundamentación hacia los aspectos formales de la pelea. El adorno de este directo a la faz ha consistido en compararle varias veces en el estilo y la actitud al portavoz Rafael Hernando, personaje conocido por su expresión adusta, su pose chulesca y su talante bronco. De hecho, Hernando lanza sus planteamientos con finura sólo comparable a la del leñador cortando troncos.

 

El Presidente del Gobierno tenía toda la razón en sus dos principales observaciones: 1) que el programa económico propuesto por Iglesias nos arrastraría a la ruina segura provocando el sufrimiento sobre todo de aquellos a los que dice representar, los sectores más débiles de la sociedad y 2) que es absolutamente inadmisible que una parte de los españoles usurpe la soberanía que únicamente corresponde al pueblo español en su conjunto. Iglesias, sabedor de que este par de afirmaciones es irrebatible, lejos de intentar desmontarlas, misión completamente imposible, ha recurrido a su habilidad en las técnicas de comunicación soltando señuelos que situasen el choque en un terreno distinto y en el que el Presidente del Gobierno no pudiese maniobrar, es decir, llevarle al rincón del cuadrilátero en el que le fuera imposible zafarse del peso oneroso de los centenares de investigados, encarcelados y condenados de su formación por delitos de prevaricación, cohecho, fraude, falsedad, evasión fiscal y demás repertorio de comportamientos desaprensivos en el ejercicio de responsabilidades públicas. Rajoy ni siquiera ha mencionado la corrupción ni ha caído, porque hubiera sido un error monumental, en la tentación de jugar al “tú más” o de realizar cualquier movimiento desesperado para contrarrestar el aluvión de tortazos que le han caído en este ámbito. Su silencio ha sonado elocuente y ha teñido el hemiciclo con el color melancólico de un epitafio, el que certifica el agotamiento del régimen político e institucional que nació con la Constitución de 1978. Sin embargo, por mucho que le pese a Pablo Iglesias, lo que España necesita no es un enterrador, papel que le viene como anillo al dedo, sino un reformador ambicioso, firme y valiente que, lejos de cantar victoria sobre los escombros, ponga su mejor esfuerzo en cambiar vigas, mover tabiques y reforzar cimientos de un edifico que, con sus notorios defectos y escandalosas ineficiencias, nos ha albergado durante cuarenta años de la intemperie, de la violencia y del caos.

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