«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Más allá del nihilismo

7 de marzo de 2017

Allá por los ochenta, como los estudios de humanidades estaban en manos de progres, Filosofía y Letras no exigía saber historia antigua o medieval; bastaba con saber marxismo. Luego, lo aplicabas a cualquier circunstancia -porque el marxismo es como el Cillit Bang, que lo mismo te apaña el fregadero que te blanquea unos calzoncillos- y te licenciabas sin mayor sobresalto. La verdad es que el marxismo siempre fue un “rincón del vago” avant la lettre.

La cosa era así hacía treinta años, porque el despelote que fue el franquismo se aseguró de que el pensamiento quedase en manos de los progres; lo esencial, al fin y al cabo, es que la derecha pudiera dedicarse a los negocios, que la economía mueve el mundo.

Diez años más tarde, con el polvillo del muro berlinés sobre sus leninistas calvas, los docentes de humanidades renegaban entre sollozos de sus juveniles amores y juraban que, de no haber verdad marxista, la modernidad había muerto: si había que renunciar a aquel Cillit Bang civilizatorio, que lo mismo te explicaba los bifaces achelenses que la carrera espacial, entonces nada tenía sentido.

El más prometedor de los marxistas que uno conoció en la Complutense, a la vuelta de unos años se dedicaba a archivar bibliotecas de aristócratas de segunda división, que han venido a ser los que compraban libros.  

-Lo cualitativo no existe, no hay verdad alguna –reflexionaba con voz metálica-; solo existe lo cuantitativo.

Y allí quedó él, apilando libros.

Aquello ilustraba mejor que cien tratados lo que había sucedido y, sobre todo, lo que nos aguardaba. 

Pues lo que aparentaba una bendición -¿qué otra cosa, más que una bendición, podía ser la aniquilación del marxismo por la vía de los hechos?- se convirtió en un infierno; mientras el oriente europeo resucitaba resplandeciente como en el Ordet de Dreyer, liberado de una tiranía de cuatro décadas, el occidente moralmente decaído se convirtió en un vertedero.

No hay nada que reemplace a la certeza, ni siquiera el nihilismo, que ya es algo; lo que se viene sobre nosotros es la imposibilidad de cualquier cosa. Al fin, el infierno no es un orden de signo invertido, sino la negación de todo orden.

La religión posmoderna –a cuyos arcanos se accede a través de la emotividad- exige la destrucción de la modernidad, edificada sobre la razón. Es como si, reprimido el mundo de lo sensible durante los siglos de imperio de la razón, estuviera aquel resarciéndose de tanto barbecho.  

La consecuente efusión de subjetividad ha generado -inevitable, mi querido Watson- la sociedad fragmentada, producto de la ruptura de todo orden, de modo que la ideología de género se ha convertido en el núcleo teológico de la religión globalista. 

La teología de un mundo epidérmico, el mundo de la chusma arendtiana en ascensión que necesita de la magia, frente a la razón. Una teología que comenzó a formularse el día en que los números reemplazaron a la norma y los genios de la disgregación silbaron su melodía frente a la geometría de milenios de civilización.     

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