«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.
Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.

Ana María Vidal-Abarca. El coraje frente al terror

11 de diciembre de 2020

El 15 de octubre de 1977, gracias a una votación que se saldó con 296 votos a favor, 2 en contra, 1 nulo y 18 abstenciones, se promulgó la Ley de Amnistía. La ley venía a sumarse a una medida, la de los extrañamientos, propuesta por Juan Mari Bandrés, de la que se benefició una veintena de etarras que salieron de España, evitando de este modo la acción de la justicia. Las medidas de gracia que sucedieron a la de 1977 beneficiaron a un total de 117.746 personas. Entre ellas estaban 53 miembros del GRAPO, 23 de ETA, 16 anarquistas y diversos miembros del FRAP, el PCE y el Front d’Alliberament Catalá.

Insatisfechos con estas liberaciones que se mostraron totalmente imprudentes, ETA aseguró que los atentados proseguirían si no se otorgaba el derecho de autodeterminación a las Vascongadas, pretendido derecho que el PSOE renovado había incluido en su programa de 1974. La banda terrorista, naturalmente, cumplió con su amenaza. Apenas una semana después de que el proceso excarcelatorio terminase, los sicarios etarras acabaron con la vida de Julio Martínez Ezquerro, concejal de Irún. A partir de entonces comenzó una verdadera escalada criminal: 78 asesinados en 1978, 80 en 1979 y 98 en 1980, año en el que Jesús Velasco, esposo de Ana María Vidal-Abarca, protagonista del libro de María Jiménez Ramos, Ana María Vidal-Abarca. El coraje frente al terror (Ed. Catarata, Madrid 2020), fue tiroteado por las homicidas y amnistiadas manos de José Lorenzo Ayestarán Legorburu, Fanecas, que fue auxiliado en la comisión del atentado por Ignacio Aracama Mendía, Macario, y por José Manuel Aristimuño Mendizábal, Pana. En la preparación del crimen participaron, en distintas labores de seguimiento y logística, Moisés Izar de la Fuente, Pedro Manuel González Alonso, José Ramón López de Abechuco Liquiniano, Liki, Miguel Lopetegui Larate, Mikel, y Luisa y Santiago Iparraguirre. Todos ellos actuaron envueltos por el silencio cobarde y cómplice de una sociedad jesuíticamente envenenada.

El macabro plan de aquel grupo culminó la mañana del 10 de enero de 1980, cuando Jesús Velasco, jefe del Cuerpo de Miñones de Álava, embrión de la Policía Autónoma Vasca, fue asesinado a tiros después de dejar a dos de sus dos hijas en el colegio. Su entierro ofreció una imagen poderosa, la de su viuda que, en tan grave atmósfera y haciendo gala de una enorme templanza, se subió a una lápida desde la que gritó «Viva España». Elevándose sobre el dolor del momento, doña Ana María supo deslindar el plano ético del político. Poco después se produjo el traslado de la familia a Madrid, uno más de la llamada diáspora vasca que ha distorsionado la realidad política de aquella región, ya entregada al PNV y a Bildu gracias, en este último caso, a la herrikotabernaria fascinación que el podemismo profesa hacia el mundo del hacha y la serpiente. Al cabo, ni unos ni otros pueden decir España.

Ya en la capital, una terna de mujeres valientes compuesta por la propia Ana María Vidal-Abarca, Sonsoles Álvarez de Toledo e Isabel O’Shea comenzaron a coordinarse para dar amparo a las muchas víctimas, en su mayoría mujeres, que dejaba ETA. Gracias a su labor, el 9 de diciembre de 1980 se constituyó en Madrid la Hermandad de Familiares de Víctimas del Terrorismo. Dos años después, Felipe González accedió a la presidencia del Gobierno, que vino acompañada de la culminación de la, en palabras de Jiménez Ramos, «amnistía encubierta de los miembros de ETA político-militar», realizada bajo la fórmula «paz por presos», o lo que es lo mismo, del cese de la violencia a cambio de impunidad. El poder judicial no puso traba alguna para que culminara la operación, como se demostró treinta años después, cuando El País publicó que algunos terroristas, ignorantes de los pactos establecidos y de que debían negar los delitos por los que eran acusados, recibieron el quite de un togado que, ante el reconocimiento de aquellos hechos por parte de los terroristas, lanzó esta orden a la taquígrafa: «Ponga que ha dicho que no».   

Pese a las concesiones, ETA amplió la carga letal de sus acciones con el uso de coches-bomba. Por su parte, la Hermandad aumentó su activismo con la llegada a la presidencia de Pedro García Sánchez, padre de una inspectora de Policía Nacional asesinada en 1981. El despegue definitivo llegó de la mano del teniente coronel Santiago Cabanas. Convertido en secretario general, en 1987 Cabanas transformó la Hermandad en la Asociación de Víctimas del Terrorismo. Gracias a una ambiciosa campaña de captación de fondos, la AVT pudo contar con un equipo profesionalizado de abogados, psicólogos y periodistas. Dos años después se produjo el regreso de Ana María Vidal-Abarca a la presidencia de la organización que ella había echado a rodar. 

A las trabas para recibir subvenciones que comenzaron a llegar desde el Gobierno socialista, compensadas por un alud de donaciones particulares, se unió el goteo de excarcelaciones de etarras, especialmente intenso a partir de la llegada del Ministro socialista Juan Alberto Belloch. Durante ese periodo, marcado por la hostilidad del arzobispo de San Sebastián, José María Setién, cuyo comportamiento dio lugar a la publicación de un anuncio en ABC en el que se leía: «La Hermandad de Familiares de Víctimas del Terrorismo pide a los obispos de las Vascongadas que se callen, que no digan nada», se produjeron treguas y diálogos, singularmente el de Argel, que siempre contaron con la crítica de la AVT. El saldo de excarcelados bajo el Gobierno socialista fue de 300 etarras.

La primera legislatura de Aznar coincidió con la última etapa de Ana María Vidal-Abarca al frente de la AVT. Los contactos entre el Gobierno y ETA, reaparecieron durante la tregua que comenzó en septiembre de 1998 y diciembre del año siguiente. Temerosos de perder su hegemónica posición, después de las impresionantes manifestaciones que sucedieron al asesinato de Miguel Ángel Blanco, los jerarcas peneuvistas impulsaron el Pacto de Estella. Una vez aprobada, por unanimidad, la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, Vidal-Abarca, considerando que su labor estaba completada, dimitió de su cargo a finales de 1999. Dos años más tarde, doña Ana María presidió la Fundación Víctimas del Terrorismo. Poco después, el Acuerdo por las Libertades y contra el Terrorismo, de cuyo verdadero compromiso por parte del PSOE se conoció tiempo después, permitió que en 2003, como consecuencia de la aplicación de la Ley de Partidos, se ilegalizara a Herri Batasuna, brazo político de ETA. Un año más tarde, los atentados del 11 de marzo propiciaron la llegada al poder de José Luis Rodríguez Zapatero al poder. Con su llegada, la política respecto al secesionismo vasquista dio un giro. A su dialogante panfilismo se unieron una serie de problemas dentro de la Fundación. Una vez aclarados, Ana María Vidal-Abarca, decidió replegarse a su ámbito familiar sin ceder un ápice en el compromiso que guió su vida desde aquel fatídico 10 de enero de 1980. Sirva esta apresurada reseña como modesto homenaje a la figura, firme y generosa, de Ana María Vidal-Abarca.

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