La encargada en el Gobierno de solucionar el eterno problema catalán es a partir de ahora la Vicepresidenta, Soraya Saénz de Santamaría. Sin duda es un avance que ya no se ocupe de tan espinoso problema el ministro de Asuntos Exteriores, aunque hay que reconocer que más que de un encargo como el que sí ha recibido la Vicepresidenta se trataba de una iniciativa propia fruto del ansia por meterse en todos los fregados del anterior titular de la cartera que hoy afortunadamente desempeña un profesional discreto y competente. Los independentistas, que aprenden rápido, han enviado a su vez a la toma de posesión del nuevo Delegado del Gobierno en Cataluña a su ministrillo de temas extranjeros porque la desconexión se demuestra andando. Dado que la muy laboriosa número dos del Ejecutivo central cuando se pone a una tarea lo hace con absoluta dedicación y entrega, es bueno que tenga en cuenta algunas consideraciones estratégicas para orientar su actuación.
La primera, que es sencilla de enunciar y de entender y que viene avalada por la experiencia, es que la cuestión catalana no tiene solución negociada. Por consiguiente, si lo que lleva en mente la Vicepresidenta es intentar algún tipo de acuerdo basado en un sistema de financiación autonómica mejorado, un incremento de las ya amplísimas competencias de la Generalitat o, estirando al límite, alguna pirueta constitucional en dirección confederal, que se olvide y abandone toda esperanza. Todo eso ya se ha ensayado durante los últimos treinta y ocho años, más y más tributos cedidos, expulsión de la lengua oficial del Estado de la enseñanza y del espacio oficial y público, reconocimiento simbólico a tope, permisividad total frente al robo continuado de los jerarcas nacionalistas, Estatuto de Autonomía que revienta las costuras de la vigente Ley de leyes, Fondo de Liquidez Autonómica para financiar el despilfarro secesionistas, Fondo de Pago a Proveedores para librar a la Administración catalana de la quiebra, castración ideológica del PP de Cataluña para no incomodar al pensamiento único tribal, retirada de facto de la presencia del Estado en Cataluña y así sucesivamente. Está demostrado que las concesiones, por numerosas y grandes que sean, no apaciguan a la fiera, sino que la enconan de manera creciente. Por tanto, seguir con un método del que ya se sabe que no funciona, sería absurdo por parte de una persona inteligente como la Vicepresidenta.
La segunda es que cualquier nacionalismo particularista desemboca en una subversión, cruenta o incruenta, contra el Estado matriz. La razón es simple: el nacionalismo reivindicativo de raíz identitaria se apoya en la exacerbación de la diferencia, étnica, lingüística, religiosa, geográfica, económica, tanto da, lo que importa es que permita definir al otro como enemigo y movilizar a las masas excitando su insatisfacción, su narcisismo y su odio al que es distinto y que supuestamente las oprime. Al igual que los ciclistas, los nacionalistas no pueden dejar de pedalear si no quieren caer, por lo que el proceso de exigencia de más autonomía no se detiene nunca hasta la explosión final, que es la declaración, consentida o no, de independencia.
La tercera es que cada nueva herramienta de autogobierno o cada nueva fuente de recursos que se les asigna para calmarlos la utilizan inmediatamente contra el Estado que se la ha otorgado para debilitarlo, erosionarlo y perturbarlo. Se les da un martillo para que claven clavos, pero los nacionalistas sin vacilar un instante lo usan para atizarle al Estado en la cabeza.
La misión que Rajoy le ha confiado a su colaboradora predilecta es la de convencer a un tigre que se haga vegetariano mediante un diálogo constructivo y racional. Por supuesto, hay que felicitarla por su abnegación al haber aceptado semejante envite, pero es ocioso desearle suerte porque la aguarda inexorablemente el fracaso.
Se ha celebrado mucho el reciente acuerdo del PNV y el PSE para formar Gobierno en el País Vasco y se ha comparado el enfoque razonable y serio de los nacionalistas euskéricos con la agresividad desatada de Puigdemont, Junqueras, Mas y compañía, pero los que así ponderan la prudencia sensata de los jelkides olvidan que su propósito es idéntico al de sus homólogos catalanes. Eso sí, mientras los unos han decidido romper la baraja y acelerar la marcha, los otros, más astutos, siguen aplicando la gradualidad, perfectamente conscientes de que el éxito se asegura mejor si cada paso es lo bastante pequeño como para que parezca asumible.
A estas alturas del desastre que se gestó en la Transición y que se ha ido alimentando desde entonces, ya no hay salida pacífica. El único camino de preservar la unidad nacional es por desgracia traumático y consiste en doblegar por la fuerza a los secesionistas. En lugar de abrirles aún más el grifo presupuestario, cerrárselo, en lugar de trastear con paños calientes, aplicarles con contundencia el orden legal vigente, en lugar de esperar y esperar a que vuelvan a la cordura, utilizar sin vacilaciones los mecanismos constitucionales para intervenir la Autonomía y despojarles de todos los instrumentos de poder de que disponen, entre ellos los sustanciosos sueldos que les pagamos. Y, naturalmente, si estas medidas se traducen en alborotos y desórdenes en la calle, recurrir a la coacción legítima necesaria para que quede claro que España es un Estado de Derecho en el que nadie se salta las normas.
Las amenazas no desaparecen ignorándolas, más bien se acrecientan y acaban cayendo sobre los que entierran la cabeza en la arena. La diligente y avispada Vicepresidenta del Gobierno comprobará pronto la verdad de todo lo que acabo de exponer y cuánto más tarde en aceptarlo y en moverse en consecuencia, más doloroso será el choque inevitable que se avecina.