Sintiendo cercana la hora de su muerte, pidió un espejo y se hizo arreglar el cabello para disimular los estragos que la edad y la enfermedad habían dejado en su septuagenario rostro. Después, hizo pasar a sus amigos a esa su postrera estancia, la misma en la que tiempo atrás había fallecido su padre Octavio. En medio de un denso silencio, Augusto les preguntó si había representado bien la farsa de la vida. Después, añadió:
-La comedia ha terminado. ¡Aplaudid!
La escena, descrita por Suetonio en su Vidas de los césares, es un ejemplo clásico de buena muerte, de una muerte incluso deseada, pues el emperador quiso siempre tener un final tranquilo. De hecho, cuando oía decir de alguien que había fallecido rápidamente y sin dolor, Augusto expresaba su deseo de concluir así su vida, «lo que exponía con la palabra griega correspondiente», añade su biógrafo, aludiendo al término eutanasia. La serena muerte de Augusto, cargada de una teatralidad tal que le llevó a dotarse de una suerte de máscara con la que desapareció de la escena, constituye un ejemplo de lo que podría entenderse como «muerte digna». Tan concreta adjetivación de la muerte es el principal argumento empleado para impulsar la aprobación de un proyecto de ley orgánica reguladora de la eutanasia en el Congreso de los Diputados, algunos de los cuales no tienen a Augusto como modelo, sino al mediático Ramón Sampedro, empleado en su día por Pablo Echenique para arremeter contra la oposición. Estas fueron sus nada sutiles palabras:
-Por resumirlo: la posición de la derecha respecto a la eutanasia es que se joda Ramón Sampedro.
En el plano meramente técnico, el proyecto de ley permite que toda persona mayor de edad y en plena capacidad de obrar y decidir pueda recibir ayuda para terminar con su vida, siempre que lo haga de forma autónoma, consciente e informada y se encuentre en los supuestos de padecimiento grave, crónico e imposibilitante o de enfermedad grave e incurable causantes de un sufrimiento físico o psíquico intolerables. Para aumentar las garantías, se exige haber formulado dos solicitudes voluntarias, hechas por escrito o por otro medio, sin que medien presiones externas, dejando una separación mínima de quince días naturales entre ambas. A estos casos se añaden aquellos en los cuales el médico certifica que el paciente no se halla en pleno uso de sus facultades. En tales circunstancias, la solicitud asistencial podrá ser presentada por otra persona mayor de edad, que deberá adjuntar el testamento vital o un documento similar, suscrito por el enfermo.
Sin embargo, tal y como señalara en su día el filósofo Gustavo Bueno, la expresión «muerte digna» es enormemente confusa, pues la dignidad se dice de muchas formas. Por poner un ejemplo, para un noble del siglo XVI, la ejecución por ahorcamiento era indigna, intolerable. Su fin vital debía llevarse a cabo por decapitación en atención a su calidad. En España, la estratificación en la administración de las ejecuciones se mantuvo hasta el siglo XIX, en el que aún se distinguía entre tres tipos de agarrotamientos: vil, ordinario y noble, en función de quién fuera puesto en las expertas manos de los verdugos. En este punto, ¿cómo no recordar la reivindicación que en la película El Verdugo hace José Isbert de su quirúrgico oficio frente la creciente despersonalización del arte de ultimar a los reos? En definitiva, lo que queremos subrayar es que la bondad de la muerte depende de muchos factores que, naturalmente, están conectados con las dignidades de la vida, también confusas y aún contradictorias.
La conclusión de Bueno, que suscribimos, es que la idea de muerte digna tiene que ver más con el espectador –de ahí las exigencias protocolarias de los condenados ante sus ejecuciones públicas-, para el cual suele ser insoportable ver ante sí a una persona que agoniza entre grandes sufrimientos, trance que Augusto trató de evitar a sus últimos visitantes, que con el moriturus. Se trata, en suma, de una cuestión que tiene que ver con la ética, con la moral, pero también con la estética. Y esta última condición nos conduce a una suerte de muerte paralela, la que une a Augusto y a David Bowie, fallecido hace un lustro, ambos muertos, por decirlo a la hispánica usanza, «de su muerte», es decir, de un óbito entendido como natural.
Conocedor de la gravedad de su enfermedad –padecía un cáncer hepático- el Duque blanco, aguijoneado por varios infartos, pudo dar término a su álbum Blackstar, en el que se incluyen canciones como «Lazarus», repleta de alusiones a la muerte que le rondaba. Urgido por los sombríos indicios que conducen al rigor mortis, Bowie quiso despedirse dignamente del mundo, rodeado de símbolos y veladas alusiones a aquellos avatares o máscaras que acompañaron a la persona –vocablo que deriva de la máscara que para hablar (per sonare) se ponían los actores griegos- que respondía al nombre de David Robert Jones.