«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

¡Contigo no! ¡bicho!

20 de octubre de 2015

Los selfies están haciendo estragos entre las amistades femeninas. Me confieso voyeur involuntaria de la anatomía masculina de novios, maridos, romances y amigos con derecho a roce de todas y cada una de mis íntimas y conocidas. Sin entrar en disquisiciones morales es este asunto a mi parecer de lo más inquietante. 

Una no esperaría encontrarse a un señor de bien en gayumbos posando frente al espejo del baño  para luego pasársela por whatsapp a su pichurrina, sobre todo si se tiene en cuenta que en casi la totalidad de tan indecorosas instantáneas los sujetos sufren un parecido muchísimo más cercano con Spike, el vecino de Hugh Grant en Notting Hill, que con Mark Whalberg en un anuncio de Calvin Klein.  

Cuando se me ocurrió sugerirle a una de las interfectas receptoras lo inapropiado de publicitar las lorzas de su cónyuge en el whatsapp de Cenita con amigas sentí atravesarme una mirada gélida cual iglú en Groenlandia. 

-Si tú no sabes apreciar a un hombre en su punto, ése no es mi problema- espetó indignada y dolida en lo más profundo de su corazón miope.

El encontronzazo me indujo a terminar de elaborar una teoría de la que no era plenamente consciente hasta ese momento: las mujeres enamoradas, las enamoradas de verdad ven a su gordito bajo el velo cegador de la belleza más absoluta, el amor convierte a Mr. Bean en el David de Miguel Ángel, era Ángel Cristo a ojos de Bárbara Rey su Sandokán, un síndrome que podríamos bautizar como el Síndrome Chandler-Janice en Friends

Año 1983: Saloncito de caza de  Kensington Palace, una estupefacta Diana espeta a sus hermanas Sarah y Jane

-¡Pero cómo podéis decir que Charles tiene orejas de soplillo! Sólo puedo admitir una cuasi imperceptible separación orejil en sus facciones que le confieren un aire de lo más aristocrático. 

Es, para que nos entendamos, algo parecido a lo que le ocurre a una parturienta que acabe de dar a luz a la aleación genética entre Carmen de Mairena y Torrebruno, será su roro un angelito tocado por la diosa Venus

La ceguera no entiende de tallas, facciones e incluso etnias. Tuve una amiga enamorada de un kuwaití que juraba sobre la Biblia que su pretendido era más inglés que la torre de Londres y para muestra de su convicción sacaba orgullosa una tarjeta de visita en tono crema y elegante caligrafía impresa en golpe seco que en el reverso atestiguaba: 

141 Sloane St., London, SW1X 9AY, Reino Unido

– ¿Lo veeeees? 

Pasando por alto que bajo el nombre del fulano: Mohammed Al Fataqi, podía leerse claramente y en relieve- por aquello del golpe seco- la transcripción en árabe de su patronímico. 

El problema surge cuando las flechas de Cupido se van cayendo y el efecto anfetamínico provocado por las endorfinas del amor se pasa. Se le cae a una el alma a los pies y sientes más vergüenza que cuando sales con la falda enganchada en las braguitas o con un trozo de lechuga entre el colmillo y el paleto. El problema surge cuando eres plenamente consciente de que el otrora David Beckham es en realidad un cuchifrito alelado más parecido al cuñaaaaaaaoooo de Crónicas Marcianas. Es un jarro de agua fría que ni aunque rompieras un jarrón de la dinastía Ming dolería tanto. 

Negarás entonces que hayas sentido ni un leve atisbo de interés hacia el panoli y tus amigas evitarán recordarte los momentos en los que jurabas que la pena que te provocaba su ausencia acabaría por desencadenar una obstrucción de tus vías respiratorias. Jurarás que no, que tú nunca proferiste aquello de que acabarías como Anna Karenina- arrollada por las vías del tren- si no contestaba a tus mensajes.

Con todo ese batiburrillo de vergüenza y viendo al sujeto arrastrarse peligrosamente hacia ti como una sabandija sólo podrás proferir una cosa: ¡Contigo no! ¡Bicho!

 

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