«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Cambio y decadencia

18 de octubre de 2013

Nos enseñaba el maestro Gómez Dávila que la revolución tiene siempre una aspiración ministerial, plebeya, burocrática, como los hombres grises sobre los que escribe Michael Ende en Momo, los ladrones del tiempo, que uniforman todo por abajo y adoran con fanatismo cualquier utopía inhumana. Para no atemorizar a los españoles –que querían de todo menos checas y guillotinas– a la revolución institucional de Felipe Gónzalez la bautizaron como cambio, el cambio, que es una palabra extraña, y que en ese momento hizo labores de eufemismo y propaganda, como una inmensa piel de cordero bajo la que se cobijaban desde socialdemócratas con ganas de pelotazo hasta terroristas beneficiados por esa ley de amnistía que la ONU quiere que deroguemos. Para entender lo del Faisán es imprescindible acordarse de aquello, porque el chivatazo era el último capítulo del cambio de cromos con ETA, y toda una revolución desde la burocracia y el ministerio, porque los mismos que ya piden el indulto para estos policías chusqueles –que así es como se llaman los soplones en la jerga carcelaria–, piden en el editorial del día anterior que se investigue a los maderos grises del franquismo, en una actitud que puede parecer rencor y vesania, pero es sólo una calculada política revolucionaria, la misma que hizo que a la calle Mayor la llamaran de Mateo Morral, o la que indultó a los asesinos de Eduardo Dato.

No me quejo, de verdad, ya sólo describo que nos han tocado más trafalgares que lepantos, y tengo el vino triste de esos días en los que uno quisiera unirse al himno que entonan los colegiales de Eton: “No veo en mi entorno más que cambio y decadencia”. Además de saborear cierto orgullo patricio, al escucharlo se entiende mejor la convicción del duque de Wellington, que afirmaba que en los campos de deporte de aquella escuela se había fraguado la victoria de Waterloo. Muy al revés, si la Logse hubiera decretado himnos para nuestros colegios, elevarían una alabanza a los deslumbrantes matices de lo nuevo, prometiendo un mayor esplendor en el futuro, o sea siempre clavando la mirada en la zanahoria, conscientes de que a menudo lo de hoy no soporta una comparación con el ayer.
Hay otro personaje literario, aparte de Momo, al que le hubiese gustado participar en el coro de los estudiantes ingleses: es el viejo Juan Pablo que se lamenta entre las páginas de Eduardo Marquina cuando En Flandes se ha puesto el sol: “ Pasan años, cambian vidas/ y todo, a mi alrededor/ por disimular lo que es/ se asombra de lo que soy”.

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