Don Luis de Góngora y Argote lo vio clarísimo y, además, proféticamente: «Traten otros del gobierno/ del mundo y sus monarquías, / mientras gobiernan mis días/ mantequillas y pan tierno […]// que yo en mi pobre mesilla/ quiero más una morcilla/ que en el asador reviente, / y ríase la gente». Permítanme, pues, ponerme gongorino. Traten otros columnistas de la crisis de gobierno de Sánchez y de sus maquinaciones… publicitarias. Son sólo distracciones para el circo de la política. Sigue Sánchez y sigue Podemos. Nada se renueva. Lo serio de esta semana ha sido —«quiero más una morcilla»— esa idea obsesiva de quitarnos de comer carne. Que no es una ocurrencia del ministro Garzón, sino una línea política persistente de la internacional progresista recogida negro sobre blanco en la Agenda 2030 y en el Informe España 2050. Que, cuando la opinión pública ha reaccionado, Pedro Sánchez haya corrido a traicionar al muchacho Garzón, como explicaba aquí Carmen Álvarez Vela, no quiere decir que no nos quieran comiendo insectos.
La prueba de que van a por la carne es que volverá la burra del progresismo al trigo del vegetarianismo. Y eso que la cuestión no tiene ni pies de cabeza desde estos cuatro puntos de vista. 1) Ni climático, porque hay industrias y hasta fenómenos naturales que contaminan muchísimo más que las bucólicas vacas de toda la vida. 2) Ni ecologista, porque si les sale la maniobra se cargan la cabaña ganadera, el riquísimo entorno de las dehesas y la vida rural de muchos pueblos de España. 3) Ni económico, porque a ver cuántos puestos de trabajo vuelven a llevarse por delante. Ni 4) electoralista, porque a la gente tanto meterse en su vida privada y sus gustos particulares termina soliviantándola.
Si es así, ¿por qué esta perra tan contraproducente contra la carne? Parece incomprensible, pero hay hondas razones antropológicas, que quizá le choquen a usted un poco. Las expondré y, si no les convenzo, denme otra razón.
Un buen entrecot entre pecho y espalda es una manera bastante activa de dar la batalla cultural
Aquí la cuestión es saber quién manda, como dijo Humpty Dumpty. Durante toda la historia, el consumo de carne ha estado reservado a las clases dominantes. Que Pedro Sánchez afirme que a él un chuletón en su punto le parece imbatible no quiere decir que defienda nuestro derecho de tomarlos, sino su privilegio, propiamente; como los aviones, que para nosotros no, pero su Falcon sí para él. La fortaleza de los caballeros altomedievales tenía un origen dietético, pues ellos eran los que se reservaban el aporte energético de la carne, mientras el pueblo llano tomaba gachas. Y así nos quieren ahora, completamente agachados. Esto tuvo dejó una graciosa huella en el idioma inglés, aunque tal y como se están poniendo las cosas es también una seria advertencia. Los animales en inglés tienen un nombre cuando vivos, y es un nombre de origen sajón, porque eran los vasallos sajones quienes los cuidaban: oxen, pigs, cows, calves, sheep, goats. En cambio, como carnes que se sirven en la mesa, um, ya tienen un nombre de raíz francesa, que era la lengua que hablaban los señores normandos que sí las saboreaban: beef, pork, veal, mutton…
La otra razón para que nos dejen sin carne es más metafísica, pero no menos palpable. A diferencia de las verduras y las legumbres, comer carne implica la existencia previa de un sacrificio y, por tanto, remite subconscientemente a la idea de la religiosidad. Consúltese el libro El alma hambrienta de Leon Kass, por ejemplo, para una explicación más detallada de la importancia espiritual, social y política de la comida, como han sabido ver y ritualizar todas las religiones, desde nuestros viernes de abstinencia hasta la comida kosher judía, pasando por la yamal musulmana.
Alguna gente que rechaza la trascendencia o incluso el sentido mismo del sacrificio, acaba en el veganismo. Les aplaudo su coherencia. Pero son muchos menos de los que le gustarían al Poder, que pretende ser la única trascendencia, la última instancia sagrada y quien goce de la exclusividad de exigir, regular y realizar sacrificios. Así que se nos insta (vía impuestos, vía aumentar los precios, vía publicidad mediática o, finalmente, vía prohibiciones) al vegetarianismo laico.
No digo que todos los que repiten las consignas anti-carne sean conscientes de estas poderosas corrientes subterráneas y, desde luego, Alberto Garzón, seguro que no. Pero son las razones que sostienen esta tendencia. Por eso los poderosos insisten tanto, aunque parezca contraproducente. Van a seguir dándonos la matraca.
Con todo, les haya convencido o no de estas trampas metapolíticas y simbólicas que nos están tendiendo, lo importante es que nosotros no dejemos de comer carne. Un buen entrecot entre pecho y espalda es una manera bastante activa de dar la batalla cultural. Hagánse fuertes, si mis explicaciones les han resultado insípidas, en el hecho de que un chuletón nos gusta tanto o más que a Pedro Sánchez.