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Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.

Cifras y letras de una investidura

24 de noviembre de 2023

Dicen que el Parlamento es el templo de la palabra, pero —paradójicamente— es un lugar en donde importan más la cifras que las letras, la matemática que la retórica, y los votos que las razones; y en el que rara vez las segundas consiguen alterar el sentido de los primeros. De manera que cualquier valoración que hayamos de hacer de lo ocurrido la pasada semana en el hemiciclo del Congreso debería empezar, en efecto, poniendo negro sobre blanco algunas cifras.

Como es obvio, la más relevante de todas sería la del número de votos cosechados por el candidato socialista a la Presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez: 179. Una cifra suficiente no sólo para lograr la investidura sino para hacerlo sin haber de recurrir a una quizás no incierta pero seguro que humillante segunda vuelta, pero que puesta en la debida perspectiva resulta ser bastante menos satisfactoria. Tal vez no para los estándares de Sánchez, que ostenta el triste récord de haber sido el político español que más veces ha visto rechazada su pretensión de llegar a la Presidencia del Gobierno (el socialista, con dos en 2016 y tres en 2109, suma tantos fracasos en este envite como el Partido Popular en toda su trayectoria) pero sí desde los de nuestra historia democrática más reciente. Y es que sólo en tres ocasiones un candidato se han hecho con la Presidencia del Gobierno contando con menos votos de los que el jueves cosechó el socialista: González en 1989 (167), Rajoy en 2016 (168)… y el propio Sánchez en 2019 (167). Y eso que en buena lid ni siquiera habríamos de contar la ajustada mayoría del primero, ya que en aquellos momentos la cámara contaba con 17 escaños menos debida a la anulación de los comicios en varias circunscripciones. 

En cambio, por lo que sí pasará a los anales la verificada el pasado jueves es por haber sido la investidura con más noes de la historia democrática de España, lo que convierte a Sánchez en el Presidente con una mayor oposición parlamentaria ab initio en el último —casi— medio siglo. Como también lo hará por haber sido la primera investidura en lo que llevamos de siglo —y la tercera en lo que llevamos de historia democrática— en saldarse sin que mediara una sola abstención, fenómeno éste que solo vieron antes Calvo Sotelo (1981) y Aznar (2000). Y que constituye la ratificación en sede parlamentaria de lo que cualquier ciudadano es capaz de palpar en la calle: que bajo el sanchismo España ha alcanzado niveles tan inéditos como indeseables de polarización, sumergiéndose en un delicado escenario en el que quien no está a favor está en contra, y en el que no queda lugar para el «no sabe, no contesta».

¿Más récords? El del número de partidos implicados en la conformación de la mayoría gubernamental. A años luz de las mayorías absolutas que cosecharon González en 1982, 1986 y 1989, Aznar en el 2000 y Rajoy en el 2012, Sánchez ha precisado para llegar al poder del concurso de un número de partidos que probablemente ni sus propios fontaneros sean capaces de contabilizar con exactitud. Porque a los votos de su partido, al de las cuatro formaciones nacionalistas que cuentan en la cámara con grupo propio  (ERC, Junts, EHBildu y PNV), y a los de las dos que le han apoyado desde el Grupo Mixto (Coalición Canaria y el BNG) tocaría añadir no tanto a los 31 diputados de Sumar, como a los diez que integran la formación de Yolanda Díaz, los cinco de Podemos, de Izquierda Unida y de los Comunes, los dos de Compromís y de Más País, y los solitarios escaños que aportan la Chunta y Més der Mallorca; elevando a nada menos que quince las fuerzas políticas de cuyo apoyo depende la continuidad del ejecutivo. Un dato que contrasta abiertamente con la relativa coherencia de una oposición segmentada en no más de dos partidos (el PP y VOX, al que si acaso tocaría sumar el solitario aunque dignísimo voto de UPN) y en consecuencia mucho más capacitada para coordinar sus estrategias que la mayoría gubernamental para sacar adelante las suyas.

En suma: un Gobierno débil, asido con pinzas a una mayoría ajustadísima y, más que fragmentada, atomizada; frente al que campea una oposición numerosa, sostenida sobre dos sólidos pilares, que de operar con una mínima conjunción podría poner patas arriba el tablero parlamentario en el momento menos pensado.

Pero… ¿y qué hay de las letras tras las cifras, de la retórica que precedió a la aritmética? Pues la sensación de que nunca antes —¿tal vez en la investidura de Calvo Sotelo tras el golpe del 23F?— un presidente del Gobierno había sido encumbrado con tanta desconfianza y tan poco entusiasmo como el que suscitó Pedro Sánchez el pasado 16 de noviembre. Y es que, por más que el portavoz socialista Patxi López se afanara en enardecer a sus huestes con una de sus clásicas retahílas de bravuconadas, las palabras que más hondamente calaron entre sus señorías fueron ese chulesco «no se la juegue, créame» con el que Gabriel Rufián advirtió al candidato de que el cumplimiento de sus promesas iba a ser observado con lupa, o ese no menos amenazador «se lo digo ahora, porque todavía está a tiempo de desistir», con el que Miriam Nogueras advirtió a los socialistas de las consecuencias de una traición.

Todo lo cual obliga a concluir que si en efecto —y como auguraba la presidenta de Junts, Laura Borràs—, el Gobierno de Sánchez «durará lo que dure su palabra», acabamos de embarcarnos en la que probablemente sea una de las legislaturas más cortas, más conflictivas y más estériles de nuestra historia reciente; en uno de los momentos más decisivos, más complejos y más arriesgados que hemos visto en décadas. Un rumbo de colisión al que solo cabe poner remedio merced a un certero golpe de timón —cívico, por supuesto— que ya está tardando en llegar.

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