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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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Contra el «lenguaje inclusivo»

6 de noviembre de 2023

La semana pasada el Senado francés aprobó una proposición de ley dirigida a prohibir el uso de la llamada «escritura inclusiva». La consecuencia jurídica de emplearla, según la propuesta, será la nulidad de pleno derecho de todo acto jurídico contrario a la ley.

A juicio del Senado, «nuestra lengua se enfrenta a múltiples desafíos: bajo nivel de los alumnos en lectura y en ortografía, creciente uso del inglés y del “franglés” en los medios, pero también en toda la sociedad francesa, retroceso del aprendizaje del francés en el mundo y de su uso en instancias internacionales, en los intercambios económicos y en la investigación y la enseñanza. La lengua francesa está, pues, en situación de fragilidad». Es cierto, me dirán ustedes, que el español se encuentra en una situación bien distinta —gracias en buena medida a los millones de americanos que viven y rezan en español— pero, me temo que algunos de los males que identifica el Senado francés también afectan a nuestra lengua.

En ese contexto, continúa el Senado, «se desarrolla la escritura llamada “inclusiva”, cuya aspiración es transformar la sociedad haciendo evolucionar el lenguaje. Aunque la feminización de las profesiones y las funciones está hoy perfectamente admitida, el uso de signos tipográficos entre varias terminaciones de una palabra, al igual que la invención de palabras nuevas, plantean numerosas dudas. Desestructuran la lengua, suponen un ataque a su legibilidad y, de modo más fundamental, a la universalidad de su alcance. Por eso, en nombre de la salvaguarda de la lengua francesa, y para preservar la claridad e inteligibilidad de la norma, es necesaria una intervención del legislador».

Me parece que ese diagnóstico es perfectamente válido para el español de nuestros días. A ambos lados del Atlántico prolifera la jerigonza del «lenguaje inclusivo», que sólo es otro instrumento de ingeniería social y de erosión de la convivencia mediante el control de la lengua, la destrucción de la gramática y la morfología y la confusión semántica. Ahí tienen a Irene Montero repitiendo «todos, todas y todes» y hablando de sentirse «escuchades». Algo similar sucede en el resto de la Iberosfera. Sirva como ejemplo el uso de «les pibes» y «les pibis» en Argentina.

La resolución del Senado apunta al fondo de la cuestión de esta parla ininteligible: parece tratarse de una «neolengua» más excluyente que inclusiva. Pensemos en las personas con dificultades en lectoescritura. «En Francia, 2,5 millones de personas son iletradas. Además, un millón cien mil personas sufren discapacidad visual. Para estas personas, no hay combate ideológico “a favor” o “en contra” de la escritura llamada inclusiva. Las dificultades observadas son estrictamente prácticas y de sentido común». La Agence Nationale de Lutte Contre l’Illettrisme considera «iletradas» a las «personas que, después de estar escolarizadas en Francia, no han adquirido un dominio suficiente de la lectura, de la escritura, del cálculo, de las competencias básicas para ser autónomos en las situaciones simples de la vida ordinaria».

Quizás hay una clave para entender esa dimensión oculta de la guerra no declarada contra las clases populares —a las que se impone una nueva barrera para el aprendizaje— en una nota de la Academia Argentina de Letras. A propósito de la propuesta de unificación en “e” de las distinciones de género de los sufijos nominales (-as/-os) señala José Luis Moure, Presidente de la Academia y firmante de la nota, que «no surge como cambio «desde abajo», es decir como una progresiva y por lo general lenta necesidad expresiva de un número considerable de hablantes, sino como una propuesta “desde arriba”, numéricamente minoritaria nacida de un grupo de clase media que busca imponer con marca en la lengua un valor en torno a un reclamo social» y que «no implica una simplificación del sistema preexistente, sino una complicación inducida». Las dos afirmaciones son de una lucidez admirable.

En España, la Real Academia Española se ha pronunciado en varias ocasiones acerca del lenguaje inclusivo expresando las máximas reservas. El Informe de la Real Academia Española sobre el lenguaje inclusivo y cuestiones conexas y el llamado Informe Bosque acerca del sexismo lingüístico y la visibilidad de la mujer son, tal vez, sus documentos más conocidos. Hizo fortuna el tuit de la docta casa en que se decía, a calzón quitado, que «lo que comúnmente se ha dado en llamar “lenguaje inclusivo” es un conjunto de estrategias que tienen por objeto evitar el uso genérico del masculino gram., mecanismo firmemente asentado en la lengua y que no supone discriminación sexista alguna».

Sin embargo, en nuestro país, no deberíamos ser autocomplacientes. El gobierno de Pedro Sánchez, así como ciertos gobiernos autonómicos vienen impulsando el lenguaje llamado «inclusivo». Sirva como ejemplo la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI. Como señala la propia Exposición de Motivos, «la disposición final primera modifica el Código Civil, procediendo a la implementación del lenguaje inclusivo. Lejos de consistir en una modificación meramente formal, la sustitución del término “padre” en el artículo 120.1.º por la expresión “padre o progenitor no gestante” supone la posibilidad, para las parejas de mujeres, y parejas de hombres cuando uno de los miembros sea un hombre trans con capacidad de gestar, de proceder a la filiación no matrimonial por declaración conforme en los mismos términos que en el caso de parejas heterosexuales, en coherencia con las modificaciones operadas sobre la Ley 20/2011, de 21 de julio, del Registro Civil por la disposición final undécima». Miren si no hay una intención política en la pretendida inclusividad de ese lenguaje.

Al final, va a tener razón el Senado francés: esto sólo se para con leyes que nos protejan de esta herramienta de ingeniería política y exclusión social.

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