José Manuel Rebolledo, comandante del Ejército del Aire, se despertó en medio de la siesta, gritando y empapado en sudor. Su mujer llegó corriendo al dormitorio y le puso la mano en el pecho mientras trataba de tranquilizarle con palabras cariñosas y siseos dulces. “Sssssh, ya, José, ya, tranquilo, ssshhh, que te van a oír los niños”. Rebolledo se abrazó a su mujer y lloró con hipidos: “Ha sido horrible, horrible…”. Ella giró la cabeza y vio a los niños que miraban con cara de pena a su padre. “Tranquilos, hijos, que papá ha tenido una pesadilla, pero nada más”. Pablo, el mayor, preguntó: “¿Has soñado con zombis?”. Rebolledo agitó la cabeza: “No, no…”. Laura, la pequeña, hizo un puchero: “A mí me dan miedo los zombis”. Su hermano, con la autoridad que dan los nueve años, la tranquilizó: “Los zombis no existen, tonta”. “Ella se revolvió: “Tonto, tú”. El niño se quejó: “Mamá, Laura me ha llamado tonto”. La madre les acribilló con la mirada mientras sentía a su marido temblar como una hoja: “¿Queréis hacer el favor de iros, no veis que papá se encuentra mal?”.
Los niños se largaron empujándose por el pasillo y la mujer de Rebolledo relajó un tanto la fuerza del abrazo. “José, dime, ¿qué has soñado?”. El comandante cerró mucho los ojos, tragó saliva y dijo: “Estaba en pleno vuelo hacia Brasil y llamaban por radio, papa alfa, y nos comunicaban radar mike y entonces yo miraba el libro de claves y veía que Su Majestad no había superado la operación y en ese preciso instante, cuando estaba comunicando el recibido, perdimos el motor número uno, y de inmediato el dos y empezábamos a caer sobre el océano y yo trataba de levantar el avión, pero no podía, y seguíamos cayendo, sonaban todas las alarmas, y de fondo se escuchaba una voz que era la de Su Alteza Real que estaba sentado a mi derecha y gritaba: ‘¡Te ayudo, te ayudo!’, y yo respondía: ‘¡Señor, vamos a morir!’ y el océano se acercaba y parecía un muro gigantesco de granito. Yo grité y me tapé los ojos con las manos y sólo pude oír la voz de Su Alteza Real que gritaba: ‘Espero que sea una buena regente’”.
La mujer de Rebolledo abrió mucho los ojos y con la barbilla temblando miró a su marido: “¡Ay, José! Ayer soñé lo mismo”. El comandante Rebolledo se levantó, se secó las lágrimas, se puso el uniforme, bajó al garaje, se montó en su auto y salió quemando rueda. Media hora después, cuando nadie le veía, el comandante Rebolledo provocó un cortocircuito en el sensor de los flaps del ala izquierda del Airbus 310-300 de la Fuerza Aérea Española mientras musitaba: “Esto bastará”.