Desde que tengo uso de razón vengo escuchando que vivimos en una era postcristiana, y es cierto en un sentido bastante obvio: las élites intelectuales occidentales decidieron hace cosa de dos siglos y medio que la fe sobre la que se fundó Occidente era una rémora que había que dar de lado para avanzar.
El ilustrado, prodigio de fe ciega, se mostraba convencido de que una vez que despareciera «l’infame», el cristianismo, reinaría la concordia social y el progreso. Porque todos seguiríamos la Razón en un gran consenso universal no muy distinto al que anunció Francis Fukuyama con su Fin de la Historia.
Que el primer experimento de sus tesis, lo que pasó en Francia desde 1789, fuera una refutación perfecta de estas teorías no desanimó en absoluto a los intelectuales, notoriamente impermeables a la realidad. Ahí están los salvajes, nobles y puros como niños, incontaminados por nuestra oscura teología. Como con el comunismo, el único problema de las ideas ilustradas es que nunca se ha intentado de verdad.
La moderna etnología ha disipado ya esas ingenuas ilusiones, mostrando un mundo mucho más cercano a Hobbes que a Rousseau. Fuera del ámbito cristiano, la vida es realmente brutal. Parafraseando al ficticio Máximo Decio Meridio, Roma es la luz, y fuera de su ámbito medran los demonios.
Nuestra fortuna ha sido la inercia, una fuerza poderosísima en la Historia. El pueblo no se descristianizó al ritmo de sus élites. Como sucedió en tierras dominadas por el Islam en su Era Dorada, la población sometida no perdió inmediatamente y en masa la fe. Pero, como en esas mismas tierras, la lenta erosión acabó haciendo su efecto.
Pero incluso estas nuevas masas descreídas mantenían, ya sin la fe, el marco ético del cristianismo, también por inercia intelectual. Sin embargo, lo que se cree (o descree) acaba fatalmente traduciéndose en obras y en nuevos paradigmas de pensamiento. Y eso es lo que estamos viviendo ahora.
Gran Bretaña, un país no sólo oficialmente cristiano, sino en el que el jefe de Estado es, a la vez, cabeza de la Iglesia, acaba de aprobar una ley de aborto que permite acabar con la vida del concebido hasta el minuto mismo del parto, algo en absoluto diferente del infanticidio. Esta medida cartaginesa llega a poco de una ley de eutanasia con tan escasas garantías que promete convertirse en un cancelador masivo de pensiones al estilo canadiense. Ya matamos legalmente a nuestros hijos y a nuestros padres: eso es progreso.
La ideología es una rama de la teología. Una vez desechado el cristianismo, detrás va su concepción ética del mundo, ¿por qué no? Sí, ya sé que hay miles de ateos que son excelentes personas, principalmente porque han crecido en sociedades marinadas en milenios de cristianismo. Pero si la vida no es sagrada —y nada lo es ni puede serlo en un universo sin Dios—, nuestras sociedades completarán el silogismo y nuestros nietos, si nada altera este curso, verán horrores que apenas podemos imaginar. Y lo de esta semana en Gran Bretaña quedará como una primera salva en ese camino de descenso.