«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.

Del 11M al 14M, o cómo destruir una nación en veinte años y tres días

19 de marzo de 2024

El 11 de marzo de 2004 España descarriló. Veinte años y tres días después de los atentados, el 14 de marzo de 2024, el Congreso aprobaba una ley de amnistía que consagra plenamente el camino emprendido entonces. Es la destrucción de la nación española. No tiene otro nombre. Fin de trayecto.

Conviene tomar perspectiva. Uno percibe que un tomate está podrido cuando mete el dedo, pero todos sabemos que el proceso de putrefacción ha empezado tiempo atrás. También la putrefacción de España como nación empezó hace muchos años. Entre nuestros políticos y opinadores es lugar común que la historia de la democracia española es la historia de un éxito. Tal vez sea un éxito para ellos, pero es dudoso que lo haya sido para la democracia y para España. Miremos como estábamos hace casi medio siglo y como estamos ahora. Sobre todo, miremos cómo en los últimos veinte años España se ha ido hundiendo poco a poco hasta llegar a la situación actual. La política nacional la determinan los separatistas catalanes y los herederos de ETA. La política exterior es un oscuro contubernio donde, según parece, Washington y Bruselas cuentan tanto como Rabat. En política económica estamos a lo que nos mande la UE, y no debe de ser demasiado bueno cuando mantenemos un feroz paro estructural que no puede disimularse ni con maquillaje y, en cifras reales, estamos peor que hace medio siglo en comparación con la Eurozona y la OCDE. Nuestra defensa ya hace tiempo que no es nuestra, hasta el punto de que estamos al borde de una situación prebélica sin que nadie haya hecho la menor pregunta (y menos que nadie, los que ayer gritaban «no a la guerra»). No hace falta seguir. ¿De verdad esto es «la historia de un éxito»?

Lo del 14M es la puntilla. La ley de amnistía no rompe la obra de la transición. Ésta estaba ya rota desde los tiempos de Zapatero. Lo que la ley de amnistía rompe es la propia esencia del sistema de 1978: fragiliza hasta un límite extremo la unidad nacional, decreta la abolición de la igualdad de los ciudadanos ante la ley,  pulveriza la ya muy precaria división de poderes, reduce la Constitución a un texto vacío al albur de la voluntad partitocrática y, quizá sobre todo, desmantela el principio implícito de que los agentes principales del sistema, por encima de sus diferencias, habían de cooperar al mantenimiento del sistema mismo. A partir de ahora, el poder desnudo se impone sobre cualquier freno legal. Todos estamos en peligro. Y la fórmula deja de parecer exagerada cuando constatamos cómo están actuando la Agencia Tributaria y la Fiscalía General del Estado. Todos, en efecto, estamos en peligro.

Lo que pasma en todo este proceso es la pasividad, la inoperancia, la impotencia de las estructuras del Estado. Maticemos: pasma a quien haya desoído las innumerables advertencias de quienes, desde hace años, venían señalando la deriva suicida del sistema partitocrático. Pensemos, por citar un solo ejemplo, en la voz de alarma de Orti Bordás en Oligarquía y sumisión (ed. Encuentro, 2013), donde señalaba con toda claridad cómo el monopolio de los partidos sobre la vida pública sólo podía conducir a la ruina de la democracia. Un Estado, para ser viable, necesita instituciones neutras que garanticen no sólo cierta limpieza en la vida pública, sino también la supervivencia del propio Estado frente a cualquier intento de dañar el edificio. No son sólo los tribunales y los órganos de control, sino también las Fuerzas Armadas, una administración lo más profesionalizada posible, unos cuerpos de seguridad ajenos al juego de partidos o, en nuestro caso, una Corona que asegure la continuidad del conjunto político. Cuando una o varias de esas instituciones quedan maniatadas o caen bajo el control de uno o varios partidos, entonces pierden su función y sirven sólo a los proyectos de poder particulares. A partir de ese momento, el Estado es un artefacto inútil y la democracia es sólo una parodia en manos de una casta dedicada fundamentalmente a su propia supervivencia. Una oligarquía que vive de la sumisión de las masas… en nombre de la democracia.

Ahora, cuando se ha hecho tan patente que todo se ha venido abajo, es más urgente que nunca la pregunta fundamental, a saber: cómo hemos llegado hasta aquí y qué hacer para salir (si aún es posible) de la putrefacción del sistema. Nada ocurre por una sola causa, pero, en nuestro caso, hay algo que parece evidente: hace decenios que España carece de proyecto nacional. «Proyecto nacional» quiere decir la voluntad —política— de hacer que la nación sobreviva. Eso pasa necesariamente por asegurar un cierto margen de soberanía en cuestiones fundamentales y por cultivar todos aquellos elementos que contribuyen a dar cohesión al conjunto. El sistema de 1978, por el contrario, ha entregado la soberanía a fuerzas exteriores y ha cultivado los elementos que nos disgregan. En esas condiciones, ¿de verdad puede esperarse que las instituciones del Estado funcionen? No. Un Estado es una máquina. Necesita no sólo alguien que la guíe, sino, además, saber dónde va. Nuestro sistema nunca ha tenido otro objetivo que el mantenimiento de sí mismo. Lo que hoy vemos con toda claridad es que eso no basta.

La única ventaja de los cataclismos es que, al fin y al cabo, permiten empezar de nuevo. Ahora es el momento de reconstruir la nación desde las ruinas. Nuestros últimos veinte años han sido la crónica de una demolición a cámara lenta. Es preciso volver a fijar objetivos —nacionales— en todos los órdenes: institucional, económico, diplomático, militar, cultural, etc. Nada de todo eso podrá hacerse desde las coordenadas mentales de un sistema que acaba de darse muerte a sí mismo. La recomposición no será rápida ni fácil, pero es, tal vez, la misión más fascinante que los españoles pueden hoy afrontar. Y no hay un minuto que perder.

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