«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.
Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.

Del collar de la paloma al cinturón-bomba

30 de agosto de 2021

¡Creyentes! ¡No toméis como amigos a los judíos y a los cristianos! Son amigos unos de otros. Quien de vosotros tiene amistad con ellos, se hace uno de ellos.

(Corán, V 51).

El regreso de los talibanes al poder en Afganistán, coincidente con los fastos laudatorios de Blas Infante protagonizados por un Partido Popular que pugna por superar al PSOE en la exaltación del estatutariamente proclamado padre de la patria andaluza, ha vuelto a ofrecer la posibilidad del establecimiento de manidos paralelismos. Al cabo, en la España actual se sigue cultivando una imagen romántica del islam que ya dejó su impronta entre finales del siglo XIX y el primer tercio del XX, cuando se descubrió y fabricó el mudejarismo, a despecho de la etimología del vocablo mudéjar, cuyo significado es «domeñado». En aquel contexto creció la exótica figura del notario de Casares, cuyas ensoñaciones andalusíes has servido para dotar de señas de identidad a la comunidad autónoma andaluza, ávida, del mismo modo que sus pares constitucionales, de argumentos históricas, sean estos reales o confeccionados al efecto, que le permitan distinguirse de una historia nacional.

Las fantasías de don Blas chocan, no obstante, con la realidad de un al-Andalus que se transformó con los siglos, que padeció la fitna y que practicó la discriminación de los recién coranizados. Algunas de las figuras andalusíes más distinguidas, Ibn Hazam o Abenhasán de Córdoba en su forma romanceada, entre ellos, descendían de gentes que habían tratado de borrar su antigua fe, adoptando nombres de indudable ortodoxia. De hecho, Ibn Hazam significa  «hijo de conducta firme». Caso paralelo fue el de Averroes, autor de El libro de la yihad y miembro de un linaje que adoptó el nombre de Ibn Rusd -«hijo del camino recto»-. En un mundo marcado por unas nada flexibles estructuras religiosas, los citados pertenecieron a familias conversas, razón por la cual, del mismo modo que ocurrió con los que transitaron al mundo cristiano desde el judaísmo, trataron de evitar sospechas protegiéndose bajo nombres de explícito significado, que nada tienen que ver con el alambicado Ahmad -«el que pone en acto lo que estaba en potencia»- escogido por don Blas para convertirse voluntariamente en muladí. Pese a esos dudosos orígenes, Abenhasán sigue siendo fuente de inspiración para individuos como el yihadista palestino Abu Qatada, ideólogo de Isis-k, antaño «Lord de Londonistán», que dice nutrirse de las doctrinas del autor de El collar de la paloma.

Exotismos al margen, el al-Andalus idealizado, el que manejan aquellos que gustan de llamar «mesetarios» a los nacidos al norte de Despeñaperros, poco tiene que ver con el real. Al-Andalus formaba parte de la partición mahometana del mundo, la que divide este entre la morada del islam -dar al-islam- y la morada de la guerra -dar al-harb-, y su pertenencia a la primera de esas moradas determinó la llegada de oleadas depuratorias, rigoristas, que trataron de corregir las relajaciones andalusíes. La llegada de los almorávides y, posteriormente, de los almohades, sirvió para que se dictara la conversión obligatoria de todos los no musulmanes de al-Andalus. Entre los afectados por esta disposición se cuenta Maimónides. Es con estos últimos con quienes se suele comparar a los talibanes, sin que por ello decaiga el cultivo de un paradisiaco al-Andalus que suele ajustarse a los límites de la Andalucía actual, abstrayendo detalles como el triunfo de la escuela malikí, que impuso a los dimníes o protegidos, el pago de elevados impuestos, al tiempo que les prohibió la posesión de monturas nobles y estableció la obligación de vestir de manera distinta, así como el veto en el desempeño de ciertos oficios, condiciones, en todo caso, más favorables a las que se tenían para quienes vivían extramuros de esa parte del mundo, los harbíes, carne de aceifas en su momento y de atentados en la actualidad.

Tan cruda realidad no es obstáculo para que desde determinadas posiciones autodefinidas como progresistas e incluso feministas, se llegue a afirmar que el burka es una de las caras de la misma moneda que lleva en su reverso el bikini; o que al calor de algunas cátedras, y con la colaboración de exitosos periódicos globalmañaneros, se fuerce la realidad para presentar un islam tan amable como incomprendido. Un islam como el que describió hace dos décadas Luz Gómez en un artículo de buñuelesco título -«El discreto encanto de la islamofobia»- por el que la autora de «Ibn Hazm leído por los salafistas. Autoridad y teología andalusíes en el siglo XXI», hizo desfilar a todos los tópicos izquierdistas -calificación de la Reconquista como mito, execración del «neoespañolismo»- antes de arrogarse una autoridad interpretativa mahomética que, convenientemente filtrada al común, sirve para obviar uno de los más mandatos que con más claridad se hace a los hombres coranizados, una exhortación que sirve tanto a los talibanes afganos como a los yihadistas globalizadores, sean estos «lobos solitarios» o miembros del Estado Islámico: «Matad a los politeístas donde quiera que los encontréis».  

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