«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.
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Días de incienso

29 de marzo de 2024

A la contrarreforma hay que agradecerle por encima de todo que concibiese el arte como correa de transmisión de la fe, de modo que sin ella es dudoso que se hubiera producido la explosión barroca española que tanto hizo por acercar el hecho religioso al pueblo. Lo vemos estos días en nuestras ciudades, que aún conservan un legado —las procesiones— a prueba de tentadores viajes al extranjero e ideologías disolventes.

España es terca y hasta desafiante en sus creencias por eso no hay otro fenómeno que suscite mayor afluencia callejera durante tantos días seguidos que la Semana Santa, donde el pueblo se encuentra y reconoce en torno a la imagen de un crucificado o una dolorosa. Son los vínculos prepolíticos, que no hay nada que más tema el César de turno que un pueblo detrás de la cruz reafirmando su identidad.

Ahí emerge el barroco español con su fulgurante expresividad y belleza, una fe que desborda las calles al encuentro de su pueblo, toda una provocación frente a la desnudez iconoclasta protestante. La Semana Santa de Sevilla —a veces sobriedad y silencio, otras compás y gozo— es el paradigma y Pemán escribe que «es la taza y media que la rabiosa ortodoxia bética ofrece a aquel Lutero nórdico y brumoso que no quería el sustancioso caldo de nuestras imágenes y vírgenes».

Quizá por eso es pecado habitual entre la intelectualidad más arrogante desmerecer la religiosidad popular rebajándola a la condición de excesos del populacho, ignorancia o incluso paganismo. Pero humanizar lo divino -y hasta sevillanizarlo, apunta Manuel Machado- puede serlo todo menos paganismo. “El amor es cristiano y el propio realismo de nuestros cristos y nuestras dolorosas es una manifestación del amor a Dios y a su madre santísima. Humanizar lo divino tiene, además, el más alto origen en el camino de la redención”.

Si Machado y Pemán tenían razón, a ver qué teólogo convence al cofrade local o al forastero que acaba de descubrir la Pasión a orillas del Guadalquivir de que no es ninguna hipérbole afirmar que Sevilla es la Jerusalén de occidente y que Martínez Montañés y Juan de Mesa son los imagineros que esculpieron a Dios en la tierra.

Acaso estos días todos volvemos a ser el nazareno que estrena la túnica y se ciñe el cinturón de esparto a las costillas como aquella primera vez ayudado por sus padres sin darnos cuenta de que ahora nos despiden nuestros hijos camino de la estación de penitencia, el costalero que antes fue niño meciendo los taburetes por el pasillo de casa soñando que lleva a la mismísima virgen bajo palio o el mocito que se asoma a la madrugá a ver que la Pasión de Cristo tantas veces narrada en el colegio iba en serio.

Porque no hay ojos más puros que los del niño que descubre al Señor de Sevilla. Su mirada limpia contempla al nazareno que carga su cruz, allí mismo, camino del Calvario. La sombra proyectada en la pared confirma que en realidad Jesús del Gran Poder camina de verdad y el Gólgota aguarda fuera de las murallas de Sevilla, esa noche, nuestra Jerusalén. El nazareno se tambalea entre dos silencios: el del Jueves Santo que acaba de morir y el Viernes que le espera para entregar su espíritu a la hora de nona. En el bar los camareros apagan la luz y el murmullo se hace silencio infinito. El prodigio esculpido por Juan de Mesa avanza con la dulzura imperial del elegido, Rey de Reyes, y ese niño, que entiende ahora la civilización, lo será para siempre cada vez que vea caminar al hijo de Dios en la madrugada fría, clara y pura.

Qué bien nos vendría recordar que España sólo ha sido grande cuando su fe también lo era.

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