«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.
Iván Vélez (Cuenca, España, 1972). Arquitecto e investigador asociado de la Fundación Gustavo Bueno. Autor, entre otros, de los libros: Sobre la Leyenda Negra, El mito de Cortés, La conquista de México, Nuestro hombre en la CIA y Torquemada. El gran inquisidor. Además de publicar artículos en la prensa española y en revistas especializadas, ha participado en congresos de Filosofía e Historia.

Dio lo vuole

4 de marzo de 2024

Después de lavar el cuerpo del Nilo, se colocaba en una mesa. Primero se le extraía el cerebro por la nariz. A continuación, se abría el costado izquierdo y se sacaban los órganos, que se guardaban en vasos canopos. El corazón, sin embargo, se mantenía en su lugar. Una vez seco y cubierto de resinas, el cadáver, acompañado por una serie de amuletos, era vendado con tejidos de lino e introducido en una serie de sarcófagos. Tan complejo proceso se hacía en la creencia de que al difunto le esperaba una nueva vida. A la espera de ella, los faraones fueron enterrados en mastabas primero, y en pirámides, después. Al otro lado del mundo, las pirámides servían para realizar sacrificios humanos destinados a contentar a unos dioses que exigían su tributo de sangre. Convertidas en material para la arqueología y el turismo, las pirámides dan testimonio de creencias hoy mayoritariamente desechadas, pues la fe en una vida posterior a la muerte no suele ir acompañada de la conservación del cuerpo. De hecho, la cremación avanza, en detrimento de la inhumación.

Sea como fuere, la pirámide remite a la muerte, a diversas formas de trascendencia. Viene todo esto a cuento al hilo de la consideración de Bien de Interés Cultural adquirida por la llamada Pirámide de los italianos, monumento funerario en el que recibieron sepultura los caídos italianos que vinieron a España movidos por el Dio lo vuole (Dios lo quiere). Ya en España, Dios no pudo impedir que quienes luchaban, en muchos casos, movidos por un visceral anticlericalismo, abatieran a muchos de ellos en el Puerto del Escudo. Inaugurado el 26 de agosto de 1939, el mausoleo, una pirámide escalonada que remite a los cenotafios diseñados por el dieciochesco arquitecto francés Etienne-Louis Boullée, ha sido vandalizado en numerosas ocasiones por cachorros que ignoran los devaneos que el nacionalismo vasco tuvo con el fascismo italiano.

Tal y como era de esperar, la protección dada al monumento ha excitado los ánimos de los numerosos compatriotas que consumen sus días en la ficción de combatir el franquismo. Como es sabido, tan ardorosa tarea se hace al amparo de la Ley de Memoria Democrática, oportuna sucesora de la de Memoria Histórica, que se detiene en 1983, año a partir del cual España se convirtió poco menos que en un paraíso de libertades, o eso dice el cuento. Dentro de ese paisaje socialdemócrata, en el que medran pillos y golpistas, reliquias como la Pirámide de los italianos es un incómodo obstáculo, una molesta mota en la limpia mirada que se desparrama por la España plural.

Sin embargo, más allá del enfrentamiento ideológico, a menudo iconoclasta, siempre compañero de la propaganda, la conservación de la pirámide, más allá de su valor estético, es un acierto si de lo que verdaderamente se trata es de construir una Historia medianamente completa de lo ocurrido en España, pero también fuera de ella, entre 1936 y 1939. Sin monumentos cargados de los símbolos que representaron a las facciones enfrentadas, la compresión de aquellos hechos es, simplemente, imposible. Y tan necia sería la demolición de esta pirámide, bajo el pretexto de la lucha contra un eterno fascismo, como la de las de Giza bajo el argumento de que nos resulta absurda la creencia de que esos cuerpos vendados puedan ser el soporte de vida alguna. Al cabo, Dio lo vuole.

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