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Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
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El alma de Europa

29 de mayo de 2023

Como escribo antes de que se conozcan los resultados de las elecciones autonómicas y locales, parece que la actualidad nos da un respiro.

Paseemos por este parque.

Bueno, no es un parque cualquiera. A la entrada, nos recibe nada menos que el mariscal Piłsudski. Tomamos un camino que se abre a la izquierda y a los pocos pasos llegamos a un estanque presidido por Chopin envuelto en un torbellino de genialidad y patriotismo. Algo recuerda aquí al águila de Polonia. Pocos músicos encarnan el patriotismo del tiempo en que el Imperio Ruso, el Imperio Austriaco y Prusia se repartieron la Mancomunidad Polaco-lituana. Ahora docenas de jóvenes se hacen autorretratos con el compositor de fondo mientras, aun lado del estanque, casi oculto, su amigo Ferenc Liszt lo mira todo muy serio desde su busto.

Estamos en el Parque Real Łazienki, príncipe de los parques polacos y pulmón de Varsovia. En sus aproximadamente 80 hectáreas, comprende dos palacios, varios pabellones y numerosos monumentos rodeados de setos, jardines y flores. Lo surca un gran canal que da sobre un lago. A sus aguas se asoma el Palacio de la Isla, joya de la corona de este lugar. Al olor de las flores, se suman los propios de los cafés centroeuropeos con terraza: vainilla, canela, el grano recién tostado de la bebida que mantenía despiertos a los turcos durante las guardias. Desde Polonia, por cierto, llegaron los húsares que, en 1683, liberaron Viena del asedio otomano con el rey Jan III Sobieski al frente.

Pero no nos distraigamos con recuerdos de guerra porque este lugar, como todo jardín rococó, es propicio al paseo, al descanso y la galantería. Es primavera en Varsovia. Esto significa que los chicos visten pantalones cortos, las chicas van en sandalias y todos llevan manga corta. Hace 22 grados así que estamos cerca del sofoco. Tumbados en el césped, los novios hacen lo que hacen los novios aquí y en todas partes. Hay una joven leyendo a Dante en una edición rusa de bolsillo. Desde febrero de 2022, el ruso y el ucraniano se oyen con frecuencia por Varsovia. Muchos jóvenes con la bandera ucraniana atada al cuello piden contribuciones para ayudar a los refugiados. Esta muchacha, que lee en ruso al genio italiano en un parque polaco, simboliza, de algún modo, una esperanza en medio de la guerra. Mientras haya jóvenes leyendo a humanistas en los parques habrá un futuro para nuestro continente.

El Palacio de la Isla abre a las 17.00. Antes ha habido un concierto de jazz y ahora una pareja de recién casados se saca unas fotos frente a la delicadísima entrada neoclásica que Domenico Merlini y Johan Christian Kammsetzer diseñaron según el espíritu de las grandes villas-museos de Europa, hijas todas ellas de la Villa Borghese y la Villa Medici. Si Italia tiene una alumna aventajada en estilo y maneras, ésa es Polonia. En la Mancomunidad Polaco-lituana hicieron fortuna los artistas italianos. Sus escultores decoraron los salones y pasillos. Sus pintores dieron color a las estancias. Sus arquitectos dejaron la impronta italiana desde el Báltico hasta el Mar Negro.

El palacio es pequeño y coqueto. Lo encargó nada menos que Estanislao II Augusto Poniatowski, el último rey de Polonia. El palacio, y más en general toda la villa, debían representar el buen gobierno de Polonia: la justicia, la sabiduría y la belleza. La Sala de Salomón, principal estancia del edificio, recibe su nombre de las pinturas de Marcello Bacciarelli, pintor de la corte, amigo y consejero del rey, que representaba al rey como un nuevo monarca sabio. Ustedes recordarán que Salomón pidió a Dios sabiduría para gobernar a su pueblo. Polonia, rodeada en el siglo XVIII de adversarios poderosísimos, no necesitaba menos que el Israel. No podemos ver las pinturas porque los ocupantes alemanes las destruyeron durante la II Guerra Mundial. Ahora que Polonia está inmersa en una campaña para reclamar la indemnización de los daños causados por la guerra y la ocupación, es un buen momento para recordar que este palacio sobrevivió de milagro al plan alemán para dinamitarlo como habían hecho con el Palacio Real. Los daños que sufrió el edificio como consecuencia del saqueo alemán tardaron diecisiete años en repararse.

Paseen por estas estancias que lucen en los muros retratos de Van Dyck como los de Jean-Charles de Cordes, noble de Amberes, y su esposa Jacqueline van Caestre. Deténganse ante el diminuto cuadro de Liotard titulado Dama vestida a la turca con un abanico en la mano. Tengan cuidado con este Sátiro tocando una flauta de Jacob Jordaens. Que el espíritu de la primavera no les juegue una mala pasada.

Desde las ventanas se ve el lago.

A pocos metros, un paseíto de unos minutos, podeos visitar el Pabellón del Invernadero, que acoge un teatro de madera del siglo XVIII. Se trata de uno de los pocos supervivientes en todo el continente. El techo está decorado con un Apolo que conduce una cuadriga y tiene los rasgos del rey Estanislao Augusto. Si el Rey de Francia se hacía llamar el Rey Sol, no vemos por qué el de Polonia iba a ser menos a la hora de mostrarse en un teatro. Que no les engañe el color mármol de las paredes: son de madera y por eso la acústica es tan singular. Miren los trampantojos de los muros y los medallones con los rostros de Sófocles, Shakespeare, Molière y Racine. Imaginen cómo fueron las representaciones del 6 de septiembre de 1788, cuando cobró vida en el escenario George Dandin o el marido confundido, del rey de los comediógrafos franceses.

Hay mucho más que ver en este parque. No lejos de aquí, por ejemplo, se alza la escuela de cadetes desde la que partieron los que se alzaron contra los rusos en 1830. Eran unos chavales que se sublevaron contra el mayor imperio de Europa. Hacían falta muchos arrestos para jugarse la vida de ese modo. El alzamiento fracasó, pero su recuerdo sigue vivo en una placa que los honra.

Está refrescando. Quizás puedan caminar hasta el Palacio Myślewicki, que el rey construyó para su sobrino Józef Antoni Poniatowski, o llegar hasta el Anfiteatro y la columnata semiderruida que evocaba la grandeza griega para los europeos del siglo XVIII. En estas pretendidas ruinas, ya respiraba el gusto por el pasado griego y romano que conduciría al romanticismo. Imagínense este espacio nevado. Algo así era lo sublime que Caspar David Friedrich pretendía llevar a sus cuadros.

Llénense los pulmones de este aire, de este país que un día se llamó «la tierra sin hogueras» por la libertad religiosa de que gozaban sus habitantes. Inspiren este olor a café y a caramelo. Escuchen el agua que mana de las fuentes. Escuchen las risas de los niños que juegan con sus padres.

En este parque respira el alma de Europa.

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