«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.
Abogado. Columnista y analista político en radio y televisión.

Defender el patrimonio

24 de abril de 2023

Desde los comunistas hasta los woke, todos los interesados en la destrucción de las identidades nacionales de Occidente tratan de difundir el odio hacia ellas. Los instrumentos son diversos; entre ellos, están el adoctrinamiento a través del sistema educativo, el uso propagandístico de las industrias culturales y el arte, las políticas de la memoria, la manipulación del lenguaje y la historia y el uso estratégico de los medios y las redes sociales para ganar visibilidad.

En este sentido, a partir de la práctica de la Internacional Situacionista y la doctrina de Gene Sharp sobre el activismo «no violento», los daños a pinturas, esculturas y edificios representativos de la tradición occidental se han hecho recurrentes. El escándalo —acompañado de fotografías y vídeos de los «activistas»— llama la atención y se convierte en una forma de «propaganda por el hecho». El seguimiento informativo pretende enmarcarse en la «criminalización de la protesta pacífica» y la «represión» al tiempo que revela una pretendida desproporción de la respuesta por parte de las autoridades en caso de que esta se produzca (lo cual, por desgracia, no siempre sucede). Hay otros efectos secundarios como la construcción de un imaginario de «lucha» y «revolución» que vincula simbólicamente a los manifestantes de hoy con los combatientes de La Comuna de París (1871), los asaltantes del Palacio de Invierno (1917) y los estudiantes de Mayo del 68. La doctrina del «apoyo mutuo» dota a estas formas de activismo de una enorme flexibilidad a la hora de formular sus consignas. Un ejemplo se ha visto hace pocos días en París, donde el lema «pensiones, clima, mismo combate» (retraites, climat, même combats) se ha popularizado. Noten que, en francés, la fórmula rima. 

Los activistas ambientales y los de la «memoria histórica» suelen emprenderla con espacios urbanos, sobre los que vierten pintura, y con obras de arte y salas de museos. En los Estados Unidos, ya son tristemente frecuentes los daños a estatuas de Cristóbal Colón. La misma suerte corrió el descubridor de América en Londres, donde unos activistas del movimiento Extinction Rebellion lo cubrieron de pintura roja en junio de 2021. En octubre de ese año, dos chicas decidieron hacer lo mismo con la estatua de nuestro hombre en Granada: una francesa y una española de 24 y 29 años respectivamente acabaron detenidas después de hacer pintadas y colocar carteles contra la «invasión» y el «genocidio». Este tipo de relato se difunde desde las terminales políticas, mediáticas y culturales de la izquierda europea y americana, que reproducen el relato acuñado por el Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla. El año pasado, Sam y Alba, de 18 y 21 años respectivamente y activistas de Futuro Vegetal (los nombres de estos grupos nos darían para otra columna), se pegaron a los marcos de Las Majas, de Goya, en protesta por la «emergencia climática». En la pared de la sala del Prado pintarrajearon «+ 1, 5º» en referencia al calentamiento del planeta y se pusieron a lanzar proclamas y a decir cosas extrañas a los atónitos visitantes. En Londres, otros tipos como éstos le tiraron salsa de tomate al cuadro Jarrón con catorce girasoles, de Van Gogh, que está expuesto en la National Gallery. Para protestar contra el «calentamiento global», decidieron emprenderla con el cuadro y atraer atención de ese modo. Huelga decir que todas estas conductas generan problemas: hay que vaciar las salas, limpiar las obras (si es posible), reparar los daños causados, revisar los protocolos de seguridad… Naturalmente, los autores sostienen que todo esto es irrelevante en comparación con la justicia histórica o la salvación del planeta. Por supuesto, la violencia ejercida sobre los símbolos culturales y la llamada de atención sobre la causa que pretenden defender suponen éxitos propagandísticos. En general, estos daños quedan impunes o tienen un castigo mínimo, que además convertirá a los activistas en «víctimas». Un negocio comunicativo redondo. 

En Italia, Giorgia Meloni ha decidido que, por lo menos, les cueste algún dinero a los bárbaros todo este daño que causan. El Gobierno italiano aprobó la semana pasada un proyecto de ley que recoge multas de hasta 60.000 € y posibles consecuencias penales para los autores de actos vandálicos contra obras de arte, monumentos o bienes del patrimonio cultural de Italia. También contempla multas de 20.000 a 60.000 euros, para quien «destruya, disperse, deteriore, desfigure, pintarrajee o use ilegalmente» de forma «total o parcial bienes culturales». Gennaro Sangiuliano, ministro de Cultura, declaró que «los ataques a monumentos y lugares artísticos causan daños económicos a la comunidad. Su limpieza requiere la intervención de personal altamente especializado y la utilización de maquinaria muy costosa. Quienes llevan a cabo estos actos también deben asumir su responsabilidad económica».

Debo confesar que es reconfortante ver cómo, en Europa Occidental, alguien se toma en serio poner fin a estas formas de violencia. Ustedes me dirán que otros países —por ejemplo, España— ya contemplan sanciones administrativas y penales por estos hechos. Sí, pero lo relevante en Italia es la voluntad política y la afirmación de la propia cultura. No me interesa tanto el debate jurídico como lo que subyace a él: en Italia, el Gobierno deja claro que la cultura y el patrimonio merecen ser defendidos; más aún, que los ciudadanos no deben asumir el coste de reparar los daños que estos salvajes provocan. Me temo, ¡ay!, que en España las primeras dudas vendrían, precisamente, en el plano de la voluntad política. Como si lo viera: «No se puede criminalizar la protesta», «hay que entender que Colón es un personaje controvertido», «tienen razón, pero les traicionan las formas», «sólo son gamberradas» … Recuerdo aquellos años en que Arzalluz hablaba de «los chicos de la gasolina» y me temo que no hemos avanzado mucho. Hoy, en España, donde está más protegida una rata que un concebido no nacido, la confusión moral es tan profunda que no faltaría quien dijese que, a fin de cuentas, «sólo son críos».

Por eso, aplaudo a rabiar que alguien en Europa Occidental se decida a defender no sólo el valor económico del patrimonio cultural, sino su valor simbólico. Ojalá en España existiese, también, esta voluntad política de acabar con estas conductas

.
Fondo newsletter