«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Vicepresidente Primero Acción Política de VOX. Jefe de la Delegación de Vox en el Parlamento Europeo. Abogado del Estado
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El democratismo, excrecencia de la Justicia

5 de noviembre de 2023

Sólo un atontado y embrutecido por el democratismo y la revolución, de esos que Galdós dibujaba en su La segunda casaca podría aceptar que cuando la Constitución afirma en su artículo 9.1 que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a ella misma y al resto del ordenamiento jurídico, quedan excluidos los partidos políticos, el Congreso o el Senado o incluso las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, aunque años de adoctrinamiento democratista en las aulas de derecho de las universidades españolas hayan emponzoñado el noble y recto pensamiento jurídico.

Si algo trae de bueno la coalición de Sánchez con los separatistas y su proyecto de amnistía para finiquitar el régimen del 78 es que ha de servir para dar al traste con toda la verborrea positivista de cuantos han repetido como papagayos aquello de «si se cumplen las formalidades legales» nada hay que objetar. Se va a abrir camino, dentro del enredo, la mentira, el fraude y el artificio, una nueva prosa jurídica, la de la eficacia, el orden, la seguridad, la justicia y la unidad; la que, más allá de las formalidades, entiende que la Ley y el Derecho tienen por finalidad la de salvaguardar la unidad y el orden social.

Dentro del caos al que nos va a conducir ese democratismo viscoso sin convicciones profundas, y sin finalidades dignas, renacerá el derecho de lo justo.

La sumisión al «resto del ordenamiento jurídico» nos encamina rectamente a una serie de preceptos recogidos en el Título Preliminar de nuestro Código Civil, auténtico frontispicio de un verdadero estado de derecho. La Ley, se dice en ese Código resabio de mejores legisladores, no ampara el abuso de derecho ni el ejercicio antisocial del mismo.

Procede alzar con la rotundidad que sea precisa la doctrina del abuso de derecho, ganada por don José Calvo Sotelo, abogado del Estado, ministro, exiliado, diputado y asesinado por sicarios del partido socialista. Una doctrina ampliamente glosada —y en ocasiones malinterpretada— para todo el ámbito del derecho privado y de las relaciones entre particulares, ciudadanos y empresas; pero que, si procede, donde más, es en el ámbito del Derecho público y político, a pesar del silencio atronador impuesto en los rectorados.

El derecho de fundar un partido, el derecho del partido a concurrir a elecciones, el derecho de los electos del partido a formular proposiciones de Ley y el derecho en suma de partidos y electos a debatir, examinar y aprobar leyes no es ni ilimitado; como no es ilimitado el ámbito de la autonomía de la voluntad de cualquier propietario, arrendador o usufructuario, sin que le sea lícito dañar a otro, o incluso, sin que le sea lícito hacer un uso o ejercicio abusivo o anormal de su derecho.

Tales derechos políticos, que no son naturales, sino creados por el Estado, han de ejercerse en interés del Estado, esto es, de la Nación. Cualquiera con sentido común entiende que es, como mínimo discutible, la existencia de un derecho a fundar un partido que quiere destruir el Estado y la Nación, o a concurrir a elecciones con un programa que exalta la división, el enfrentamiento y el odio entre españoles.

Pero nadie en su sano juicio podrá negar que el derecho de los elegidos a aprobar leyes no puede por su propia naturaleza, origen y contenido, elevarse y proclamarse para destruir la Nación y el Estado que ha de protegerla.

El derecho de los partidos y de los electos —ya sean diputados, senadores o concejales— debe ejercerse siempre dentro de los claros límites de la unidad de la población, de la integridad del territorio y de la identidad de la comunidad nacional. El ejercicio de esos derechos en contra del Estado que los ha creado constituye un ejercicio abusivo y por ello manifiestamente ilegal y contrario a la norma constitucional, en sentido amplio.

Existe una forma normal de ejercer la potestad legislativa, respetuosa con sus propios límites naturales, el respeto al orden social y a la exquisita igualdad de los españoles; existe una forma lúcida de gobernar, que es promover la unidad y asegurar la necesaria homogeneidad cultural y social de la comunidad que se gobierna. Todo lo que divide ad nauseam, todo lo que enfrenta, todo lo que violenta a la Nación misma debe ser declarado inconstitucional por contrario a la Nación, aunque el constituyente hubiera olvidado por ignorancia o descuido incluir una concreta interdicción.

Ese ejercicio abusivo de la potestad legislativa y de las facultades de proposición legislativa de los partidos no está amparado por la Ley, en un sentido amplio de Derecho y Justicia. Y si no está amparado es que no ha de producir ningún efecto. Porque de otro modo sería dar carta blanca a la arbitrariedad del poder legislativo, expresión de ese democratismo vulgar y ramplón.

Si a cualquier propietario de una cosa se le exige hacer un uso normal, prudente, y ordenado al bien común, de su derecho, ¡con cuánta más razón se habrá de exigir al legislador! Si a cualquier propietario de una cosa se le niega el abuso del derecho, o su ejercicio en contra de la sociedad, ¡con cuántos más motivos habrá de negarse al legislativo aprobar leyes que atentan contra la nación, contra el Poder Judicial y la igualdad de sus miembros!

Si un Juez niega efectos al ejercicio antisocial del derecho y reprime el abuso del mismo, anulando, ¡cómo no van a poder nuestros jueces dejar sin efecto una Ley que declara la impunidad para unos pocos españoles, sin razón de justicia, sin más motivo que asegurar al promotor cuatro años de mamandurria y tiranía!

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