«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

El feliz día de la irrelevancia

13 de julio de 2023

Pues ya está, sólo quedan diez días más de tormento. Nueve años, a contar desde la fundación, ocho desde las primeras elecciones. El 23 de julio de 2023 Podemos desaparecerá de facto de la política de este país y la inmensa mayoría de los españoles descansaremos.

Me alegro ahora y no cuando todo empezó, pues confieso que, como tantos, también mordí el anzuelo. Entendí perfectamente el hartazgo del 11M —sabía del latrocinio institucionalizado de aquel Partido Popular nacional y lo del PSOE en Andalucía, también del más global de Wall Street y sus lobos infames e indemnes— y fue emocionante ver cómo, en apenas veinte días, cien mil personas (luego doscientas mil) se afiliaron a un partido que brotaba desde abajo para hacerse hueco en nuestra escena política. También me gustó que en 2015 irrumpieran en el Congreso con hasta 69 diputados, pues un contrapeso de hálito popular a una cámara tambaleante de corrupción y alejamiento de la ciudadanía me parecía estrictamente necesario. 

Eran los tiempos en los que Pablo Iglesias parecía un líder honesto y sus pecados de juventud —sus veleidades venezolanas y sus amistades batasunas— algo que dejaría paso a la razonabilidad cuando estuviera al frente de una amplia masa social que había dicho basta y quería una política diferente. Nunca los llegué a votar, porque muchos de sus planteamientos eran sencillamente adolescentes, pero me alegré de que estuvieran y hasta vislumbré la posibilidad de que estos cachorros de la Complutense terminasen madurando y consiguieran ser una izquierda menos arruinada por la partitocracia que el PSOE. Todo país necesita visiones alternativas de la polis a ambos lados del espectro político, para que de esa tensión surjan razones para la decencia; Podemos fue una oportunidad para ello.

Pero luego pasó lo que pasó: que se necrosó esa adolescencia. Que el partido del pueblo era resultó ser otra estructura cerrada más, peor porque en este caso la sustentaba una pareja peronista y un puñado de pretorianos que atajaban ferozmente cualquier disidencia. Que los chicos de la revolución en las calles eran un hatillo de burgueses con todas las ideas erróneas posibles sobre cuáles son los problemas de los españoles (mis ojos como platos ya en la primera «alerta antifascista»). Que, si no quieres la hipocresía tradicional, aquí tienes la nueva, y de barrio obrero nanay, más bien de casoplón ridículamente santificado con una consulta a las bases. Y que si quieres ver a un partido nacional haciendo la cama con primor para que se acuesten los independentistas en plena ruptura constitucional en Cataluña, aquí nos tienes. Etcétera.

Pero lo peor estaba por venir, y han sido estos cuatro años en el gobierno. Disparate tras disparate, encabalgando insultos a la inteligencia. Y siempre desde un supremacismo moral que sólo escondía poltronas, dándole la razón a Ambroise Bierce, que dice en su Diccionario del diablo que la política es un conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios. Ha sido una verdadera vergüenza tener que soportar no solo los contenidos de esta panda de iluminados, sino también las maneras, las injurias constantes. Cuántas veces no habremos pensado millones en este infausto periodo: «Niñatos» (no sólo ellos, por supuesto: pero sobre todo ellos). Cuántas cosas importantes no habrán manoseado estos necios, desde el feminismo a los impuestos, de la defensa a la construcción europea, de la libertad de expresión al sexo.

Y cuánta toxicidad han vertido sobre las instituciones y la discusión pública, y con cuánta chulería autosatisfecha. Ha sido pasmoso ver como hacían de Twitter su verdadero Parlamento, verlos jalear la violencia en las calles de Barcelona, defender una y otra vez lo indefendible. Y qué decir del constante recurso a la mentira, o de las infantiles diatribas «contra los medios», un partido que nada menos que en cinco años ya estaba en el gobierno. Nos hemos librado de un Trump, pero los hemos tenido a ellos, con el azúcar adicional de los pucheros ministeriales en el Congreso, los selfis en Nueva York y la performance continua. En cuanto a los egos, qué decir: junto al otro gran tóxico, Pedro Sánchez, el dañino Pablo Iglesias ha enfangado la convivencia nacional como nadie antes lo había hecho.

No suelo escribir de política. Hay plumas más finas en el país en general y en esta cabecera en particular para ocuparse de ese tema. Por lo demás, cada vez que pienso en la política profesional española —sin meter a todos en el mismo saco: claro que hay diferencias— se me endurece el estómago y en el cuello se me dibuja una vena. Pero no podía dejar de celebrar esto que pasará en diez días: este inminente fundido en negro. Es triste perder discursos políticos cuando están bien hilvanados y responden a razones de interés público. Podemos empezó así, pero ha acabado de pena. Que los Echenique, Montero, Belarra y compañía hagan mutis por el foro —seguirán molestando, pero desde la irrelevancia— mejorará inmediatamente no solo el Congreso, sino las muchas mesas familiares y de amigos de este país donde se podrá volver a charlar de política sin que se desate el encono.

Decía Robert Kramer que la definición de la realidad es una construcción política, y que el poder consiste en la posibilidad de definir lo que es real. Puede que sea así durante un tiempo, pero los países en los que abunda la gente cabal no son fáciles de engañar con irrealidades tan gruesas como que todavía vivimos en una soterrada guerra civil entre un frente popular y otro fascista. De todas las cosas valiosas con las que han jugado irresponsablemente estos chicos, la más infame de todas ha sido la convivencia. El 23 de julio será una maravillosa ocasión para ver lo cabal que es el pueblo español cuando se rompe el hechizo. No hay otro país en el mundo con más capacidad de adaptación y más dispuesto a dejar atrás lo que ya no funciona. Con la misma naturalidad con la que abrazó esta idea fallida, la enviará al basurero de la historia. Su irrelevancia será nuestra paz y hasta nuestra fiesta.

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