«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

El bien explicado al presidente

9 de marzo de 2023

Hace un par de semanas y en el seguro redil de un mitin, el presidente se preguntaba qué es eso de «la gente de bien». Seguro que sabe qué es la gente, de modo que lo que debe costarle es lo del «bien». Creo que puedo explicárselo con bastante objetividad, por dos motivos. El primero, que ni pertenezco ni perteneceré a ningún partido; en 33 años de evolución política he votado a casi todos, incluido una vez a los socialistas, aunque nunca, ciertamente, a quienes antes daban cobertura y ahora homenajean a asesinos. El segundo es que he dedicado media vida a investigar qué es eso del bien, y un par de años a plasmar las conclusiones en un libro cuyo título —Ética para valientes. El honor en nuestros días— contiene palabras que por fuerza sonarán a chino a nuestro presidente.

El bien es cuanto contribuye a que la vida sea justa, digna y buena. Para defenderlo hay que saber que nadie merece más por haber nacido en el norte de un país que en el sur o en sus partes centrales; es decir, hay que defender tanto la libertad como la igualdad de oportunidades. Hace el bien quien desarrolla sentimientos morales, señaladamente tres: la vergüenza, la compasión y la reverencia. No hay noticia de que hoy sean sentimientos corrientes en la Carrera de san Jerónimo, mucho menos en el Palacio de la Moncloa. 

Consiste el bien, ante todo, en asumir deberes, es decir, en creer que debes algo a los demás; por ejemplo, responder cuando se te pregunta y dejar que como principal representante público se te pregunte en todas las cadenas de radio y televisiones, y no sólo en la única que te es afín. Y es que el bien entraña valentía; hacer lo correcto exige arrestos, y no hay manera de sacar el bien de la cobardía. La gente de bien no se esconde, y, puesto que tiene claras sus convicciones —además de sus dudas—, puede conversar con sus semejantes sin temor a que la acogoten sus temores.

La relación del bien con la verdad es decisiva. La gente de bien no miente, especialmente en aquello de lo que se ha responsabilizado; tiene palabra y puede confiarse en ella. También tiene principios, que se llaman así porque van antes de todo y no admiten chamarileos. La gente que, como nuestro presidente, cambia tantas veces de discurso como le sea conveniente, la gente que carece de escrúpulos mientras se le llena la boca con las «líneas rojas», es gente con la que no se puede ir a ninguna parte. En su ensayo La política como vocación, Max Weber contrapone la «ética de la convicción», a la «ética de la responsabilidad»; la segunda toma pie en que uno carece de principios y está dispuesto a negociarlo todo; pero no para el bien de su pueblo, sino para el particular suyo. No hay semana en la que el señor Sánchez no le dé la razón a George Orwell: «El lenguaje político […] está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato parezca respetable, y para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento».

La gente de bien sabe que existe algo llamado conciencia, y que creas o no en Dios también existe algo llamado pecado, como mínimo en la segunda acepción del DRAE: «Cosa que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido». La ley te condena a una pena acotada, estás limpio cuando has cumplido lo que la ley sanciona; pero es habitual y hasta necesario que la gente de bien jamás se perdone sus daños más graves. No obstante, insisto: para eso hay que tener conciencia.

El bien es objetivo y no depende de nuestras opiniones. Naturalmente, el proceso de averiguar qué es justo y bueno está vivo y no puede por definición concluir nunca: pero no es algo que determine el consenso, sino la realidad de la experiencia humana. «¿Aquí quién decide quién es gente de bien?», se pregunta ante sus aplaudidores el señor Sánchez. No me extraña su extrañeza, ni que ignore la obvia respuesta: que no lo decide nadie. Alguien que no cree que la verdad exista, ¿cómo va a comprender que existen las verdades morales? A personas que sostienen que es cierto y está bien lo que decide quien manda, ¿cómo vamos a explicarles qué es lo decente —del latín decet, «lo debido»—, el honor o las responsabilidades? 

La gente de mal es entonces la que hace el mal, y el mal es algo que se explica muy sencillo: egoísmo extremo. Hace el mal quien es capaz de anteponer sus deseos e intereses (por ejemplo, de poder, dinero y fama) al sufrimiento y la vida ajena. Hay otra forma cristalina de detectar a esta gente: haga lo que haga —incluso si excarcela a violadores antes de tiempo—, no pide perdón nunca.

Independientemente de lo que piense el señor Feijoo —no es de mi incumbencia—, la gente de bien existe, y es obviamente aquella que hace el bien. Y según mi experiencia son muchos millones en nuestro país, y su contribución a que crezcan el bien, el honor y la ética está fuera de toda duda. En consecuencia, y a pesar de la propaganda y la sobredosis de ideología, quisiera pensar que este país no va a permitir que quien no encontraría el bien ni con un mapa vuelva a ocupar el puesto de representación política de más relevancia.

Lo más sarcástico de la duda retórica presidencial viene después, cuando se pregunta: «A ver si en realidad, en lugar de decir «la gente de bien» lo que quieren decir es «privilegiados»». Los privilegiados. Ellos. No usted, que gobierna un país importante como España, haciendo y deshaciendo a su antojo, no quien vive en un palacio, disfruta de un sinnúmero de prebendas oficiales y cobrará un suculento sueldo de por vida; sino ellos. ¿Qué fue de aquello de «la casta»? Aquí es cuando me acuerdo de lo que escribió Francis Bacon: «No hay cosa que haga más daño a una nación que el que la gente astuta pase por inteligente».

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