«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Abogado franco-argentino, director del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) en Madrid
Abogado franco-argentino, director del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) en Madrid

El incrédulo magnífico

20 de mayo de 2023

En los tiempos de las persecuciones romanas, el católico era, para el pagano, un incrédulo. Los ídolos lo tenían sin cuidado, rechazaba la religión de sus padres y había abandonado el culto de los dioses Lares. Era un ateo que no consideraba el mundo, ni las mundanidades romanas y sólo aceptaba arrodillarse ante el Cristo que los romanos habían clavado en un madero. 

El católico no era quien creía. Era un incrédulo. Un magnífico incrédulo, un incrédulo salvaje que, pese a los peores tormentos, no abdicaba de su incredulidad. Así era cómo veían los romanos a los primeros cristianos, reprochándoles incluso debilitar la fuerza del Imperio. 

Nuestro mundo, no es un mundo de ateos. Es un mundo de crédulos. Es mentira que, si se deja de lado a Dios, exista lo natural. El hombre o tiende hacia Dios o hacia la idolatría. No hay otra opción, ni otro camino. Como bien lo resumía GK Chesterton «quitad lo sobrenatural, y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural«. 

Las élites globalistas, que han vuelto las espaldas a Dios, han introducido de nuevo toda clase de ídolos en los altares de la modernidad. Le han predicado, y en algunos casos convencido, al hombre que nunca había gozado de tanta libertad para someterlo luego a toda clase de normas, prohibiciones y exigencias sociales nunca antes vistas.  

El hombre moderno, liberado de toda religión, se ve atosigado con creencias variadas, efímeras e intercambiables. Ya no importa lo que ama, sino que debe amar lo que se le exige que crea. El mundo moderno ha simplificado la teología hasta volverla casi inexistente. A cambio, propone una nueva religión fraternal y universal cuyo nuevo decálogo abreviado reza: creo en el hombre todopoderoso, en el progreso infinito, en la ciencia de manera dogmática y en el placer inagotable del propio cuerpo glorioso por la acción de las máquinas de los gimnasios. 

Tiene también el moderno sus premios y castigos según se comporte y los fanáticos, adeptos de la nueva religión de los ecolocos, se encargan de su distribución bajo la forma de bonus o malus ecológico y sanciones financieras. 

Nada hiere la sensibilidad del tolerante moderno. Todo se vale, todo lo acepta. Si un hombre, con pelo en pecho y voz grave, se cree ser mujer, pues así deberá ser considerado. Es una creencia más. Pero cuidado si algún despistado desconfía del bulto que lleva esa hembra entre las piernas y pone en dudas su feminidad porque entonces se abatirá sobre el incrédulo un diluvio de fuego peor que los que cayeran sobre Sodoma y Gomorra. 

El único escándalo, lo único de lo que el moderno descree es de la verdad. La verdad vuelve intolerante al tolerante, al que no rechaza a nadie, y es insoportable para quien todo lo soporta. 

En los tiempos que corren, no puede existir compromiso con las creencias del mundo, puesto que no hay acuerdo entre el espíritu Santo y el espíritu de Satán o de la Pachamama o del Eros cosmogónico o como quiera llamarse al espíritu del mundo. 

El católico está, como al principio, de nuevo llamado a ser un incrédulo. A derribar los ídolos del nuevo imperio mundialista y a descreer de todas las creencias mundanas que, a hierro y a fuego de ser necesario, quieren imponernos. 

Para lograr eso, como al principio, la única solución es convertirse. Volver a la verdad, y a pesar de los tormentos, no abandonar a Aquel que el mundo también clavó en un madero.  

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