Ángeles Escrivá ha realizado recientemente una entrevista a Jesús Zabarte, el «carnicero de Mondragón», de cuya lectura se desprende que el género humano puede dar ejemplares muy conseguidos de abyección moral, seres que albergan una maldad tan profunda que producen, además de una total repulsión, un profundo asombro ante su existencia real en nuestra sociedad occidental civilizada. Un personaje como Zabarte, capaz de asesinar alevosamente sin justificación racional alguna, a diecisiete personas, un preadolescente de doce años entre ellas, entraría en principio en el dominio de lo patológico y estaríamos así ante un perturbado, un psicópata sanguinario al que su locura le lleva a cometer crímenes atroces. Sin embargo, de sus respuestas a la inquisitiva periodista se deduce que es un individuo en pleno uso de sus facultades mentales y que en su cerebro desviado ha fabricado razonamientos que le permiten vivir con los horrores que ha provocado a cuestas, sin que ello le prive del sueño o de desarrollar una vida normal.
Por ejemplo, su negativa a distinguir entre el período anterior a la Transición y los últimos treinta y seis años de régimen democrático, argumentando que son «lo mismo» porque no se produjo la que denomina ruptura democrática, demuestra que su maximalismo dogmático impermeable a la realidad se halla en la base de sus deleznables actos. Aunque el Estado le amnistió en aquella época, insensible a esta muestra de generosidad en aras de la reconciliación, volvió a la banda y persistió en sus implacables fechorías. Otro elemento a destacar es la relación causa-efecto que establece entre su vesánica violencia y el cambio de clima social en el País Vasco y en Navarra, hoy mucho más proclive al independentismo y a la euskaldinización que hace cuatro décadas, cuando Zabarte inició su diabólica trayectoria. Esta satisfacción, de la que hace gala, indica que para él los objetivos políticos pueden y deben ser alcanzados mediante el atropello a los derechos humanos fundamentales y el desprecio absoluto por la integridad física y la dignidad de sus conciudadanos. En un plano más íntimo, asquea su puntualización de que sus tres hijos los han tenido «ellas», sus madres, como si él no tuviera nada que ver con su aparición, poniendo en evidencia que cualquier sentimiento mínimamente natural le es ajeno.
Su rechazo a la democracia representativa con el sobado argumento de que votar cada cuatro años no garantiza el control de los gobernantes, muestra claramente cuál es el modelo que impondría si obtuviese el poder: la dictadura de partido único sin urnas y el aplastamiento de cualquier crítica o disidencia en su Euskalerría soñada. Confundir una central nuclear en la que la fisión controlada se utiliza para generar electricidad con una bomba atómica revela su completa ignorancia, lo que marca la evidente conexión entre el analfabetismo y la barbarie. Por último, su planteamiento de que si se hubiera aceptado la ruptura intransigente en vez de optar por la reforma dentro del orden legal, nos habríamos ahorrado el enorme sufrimiento infligido por ETA a los vascos y a los españoles en general, le sitúa sin remisión en el ámbito del chantaje más avieso: o haces lo que yo quiero o te mato. Hoy la monstruosidad que representa Zabarte controla numerosos municipios vascos incluyendo la hermosa ciudad de San Sebastián, gobierna en la provincia de Guipúzcoa y tiene presencia en las Cortes Generales y en el Parlamento Europeo. Este notable peso en nuestras instituciones ha ido precedido de una siembra de muerte y destrucción que no sólo no ha invalidado el proyecto etarra, sino que, según el carnicero de Mondragón, ha pavimentado su camino hacia su propósito final, sin haberse todavía desarmado ni disuelto. Cabe preguntarse de quién es la culpa del aberrante esquema mental que exhibe el entrevistado, si de su alma perversa o de la blandura y la cobardía de los que debieron acabar con ETA y sus desmanes.