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Periodista, documentalista, escritor y creativo publicitario.
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España necesita un puñado de Cayos

14 de marzo de 2024

Estamos en 1977, por primera vez en cuarenta años, los partidos políticos pueden volver a jugar a la fiesta de la democracia. Como bien indica el nombre, la función consiste en partir a la sociedad y luchar cada cual por llevarse la porción  más grande.

Un negocio con mucha competencia donde se ponen en juego las ilusiones de la gente. Gana quien consigue más votos —y todo vale—. Se puede prometer la luna o el fin de las guerras en el mundo mientras suene creíble a oídos del cliente, eufemísticamente conocido como votante. 

Éste es el ambiente que se respira en El disputado voto del señor Cayo, una divertida y entrañable obra de Miguel Delibes.

Unos profesionales de la política deciden visitar al señor Cayo para arrancarle su voto. Pero al poco de llegar a la aldea donde vive sólo con su mujer y un vecino al que aborrece, quedan fascinados ante sus encantos. Y aunque Cayo es un gañán a ojos de estos políticos ilustradísimos, hay algo en él que los cautiva. 

Cayo no está al corriente de lo que ocurre en su país, y mucho menos de lo que ocurre en otros, de política sabe entre poco y nada, y desconoce si el mundo se hunde o marcha a velas desplegadas. Pero tiene algo que necesitan sus visitantes: un tremendo apego a la realidad de las cosas.

El señor Cayo sabe cuál es la esencia, el sentido y la función de todo lo que le rodea, sea una piedra, una planta, un pájaro, un enjambre de abejas, su mujer o la ermita del pueblo. Nada le es ajeno. 

Tan es así que el lector tiene que acudir con mucha frecuencia al diccionario para desentrañar el significado de muchas palabras utilitzadas por Cayo, ese palurdo —la mejor prueba de que la realidad es muy profunda y el señor Cayo no sólo es capaz de captarla sino de transmitirla—. 

La frustración de los políticos va en aumento cuando descubren que son incapaces de engatusar al señor Cayo, hombre empapado de sentido común.

Algo parecido sucede hoy con el asunto de los agricultores. Para muchos es la lucha de unos patanes que a duras penas saben escribir, pero la realidad es que, sin su extenso, profundo y detallado conocimiento de la realidad, no seríamos capaces de cultivar la tierra, que es mucho más necesario que conocer la obra completa de Nietzsche.

Para que nosotros podamos vivir tan desapegados de la realidad, sin saber siquiera de dónde procede lo que comemos (ni el animal ni el proceso), lo que vestimos o lo que utilizamos para el trabajo, tiene que haber otros que sean expertos de la realidad, que conozcan sus tiempos, su dinámica, sus particularidades

Pero no pensemos que por «hacer cosas» somos más inteligentes y nuestro papel es más importante que el del señor Cayo. Si desapareciesen nuestros queridos Cayos descubriríamos que estamos más cerca del cromañón de lo que sospechamos.

«Hemos ido a redimir al redentor. Él es como Dios, sabe hacerlo todo, así de fácil. ¿Y qué le hemos ido a ofrecer nosotros? Palabras, palabras y palabras. Es lo único que sabemos producir. Si en el mundo sólo quedáramos el señor Cayo y yo, Cayo podría vivir sin mí, pero yo no podría vivir sin él. Tendría que ir corriendo a Cureña, arrodillarme ante el señor Cayo y suplicarle que me diera de comer» dice Víctor,  sumido, al final del libro, en una lúcida borrachera. 

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