El resultado de las elecciones norteamericanas ha sembrado la consternación en las filas de la corrección política y de la progresía izquierdista. El pueblo de los Estados Unido ha votado y ha elevado con una clara mayoría a la presidencia de la democracia más poderosa del mundo a un outsider, a un empresario pendenciero de trayectoria fiscal y financiera heterodoxa, a un mujeriego fanfarrón, a un tipo sin ninguna experiencia política previa, a un proteccionista descarado y a un patriota sin complejos. El cúmulo de propuestas provocadoras y de excesos verbales del candidato republicano, ya futuro inquilino de la Casa Blanca, ha sido de tal cantidad y magnitud que a los ojos de casi todos los prebostes de su partido estaba invalidado para ejercer la más alta magistratura de su país y así lo han manifestado públicamente negándole su apoyo. En Europa, un aspirante de las características de Donald Trump, dedicado durante meses a pulverizar todos los convencionalismos del consenso buenista, feminista, pacifista, verde y multiculturalista, jamás hubiera ganado unas elecciones de esta trascendencia. Sin embargo, los norteamericanos no son los europeos y en un número considerable no se parecen nada a los que vemos en series de la televisión de gran éxito como Big Bang o Modern Family. Son conservadores, religiosos, apegados a la familia, trabajadores, nada envidiosos, cultivadores del esfuerzo, admiradores del mérito, orgullosos de su nación y respetuosos con sus símbolos. No son sofisticados ni ingeniosos ni cosmopolitas ni excesivamente cultos. Les gustan las cosas simples, sólidas, ciertas y fáciles de entender. Son buenos vecinos, buenos ciudadanos, individualistas y capaces de asumir riesgos en su vida laboral o profesional. En otras palabras, no se parecen en absoluto a los personajes de las películas de Woody Allen, sino más bien a los de la Casa de la Pradera. Por eso, y para sorpresa del resto del mundo y del establishment de Washington, Trump se ha llevado la victoria.
La pronunciada bajada de las Bolsas que ha acompañado la ascensión de Trump revela el temor de los mercados a un ocupante del Despacho Oval belicoso, imprevisible, temperamental y temerario. En las Universidades, consejos de administración de corporaciones multinacionales y círculos intelectuales progresistas de Occidente se mesan los cabellos esperando terribles desgracias en los ámbitos geopolítico, económico y social. La entrada del magnate inmobiliario y del ocio en la mansión de la Avenida Pennsylvania desde la que se rigen los destinos del planeta sólo nos traerá desgracias, claman los agoreros en los medios adscritos al pensamiento único de la ética indolora y de la proliferación de derechos sin deberes. Una era de catástrofes se inicia que sin duda nos condena a años de inestabilidad, incertidumbre y conflictos. Los americanos se han equivocado, se lamenta la comunidad de seguidores de Obama y del Papa Francisco, y el resto de habitantes de la tierra vamos a pagar muy caro su tremendo error.
Pues bien, aunque yo no le hubiera votado si hubiera sido ciudadano estadounidense, creo que al igual que nos ha sorprendido su triunfo nos va a sorprender su ejecutoria y será para bien. Mi optimismo se basa en hechos objetivos y en la propia personalidad del presidente electo. En primer lugar, el sistema institucional norteamericano opera mediante un tejido de controles y contrapesos que limita y modera considerablemente al pode ejecutivo. En segundo, cuando un nuevo presidente toma posesión de su cargo accede a información relevante de la que no disponía antes, que le devuelve a la realidad en caso que la hubiera olvidado. Y en tercero, el ejercicio del gobierno en una democracia avanzada obliga necesariamente a adoptar compromisos y a buscar equilibrios.
Además, no olvidemos que Donald Trump es un showman y un hombre de negocios. Él showman le ha dado a su público lo que quería durante la campaña y ahora es el turno del businessman. La prueba está en su primera intervención como presidente electo. Ante el asombro de los suyos y el desconcierto de sus oponentes, se ha mostrado conciliador, razonable, templado e integrador. Completamente distinto al Trump candidato, hasta su tono de voz y su lenguaje corporal parecían de otra persona. De amenazar a Hillary Clinton con meterla en la cárcel, ha pasado a elogiarla, a reconocer su trabajo y a agradecerle sus servicios al Estado. Ni una referencia agresiva, ni una mención a cuestiones espinosas, llamadas a la unidad y a la conciliación para superar las diferencias, expresiones de buena voluntad hacia todas las naciones y, muy significativo, anuncio de un amplio programa de inversiones para reconstruir y renovar infraestructuras. O sea, fin del espectáculo y comienzo de la creación de valor añadido y de empleo.
Mi predicción es que pronto veremos a los mercados regresar a la normalidad, al escenario internacional serenarse y al miedo dar paso al alivio. Incluso puede ser que en unos meses comprobemos como más de un detractor de hoy se convierte en partidario. Nuestra época se caracteriza por la globalización irreversible, los cambios acelerados y los acontecimientos imprevistos y Trump, que es un bocazas cuando le conviene, pero que no tiene un pelo de tonto, es perfectamente consciente de ello. Por tanto, tranquilidad, que es muy posible que el impresentable de hoy encierre al estadista de mañana.