«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Madrileña, licenciada en Derecho por la UCM. En la batalla cultural. Española por la gracia de Dios.
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Estación Clara Campoamor

9 de marzo de 2024

Ser mujer en estos tiempos es agotador. Señores, señoras y señoros –esto no sé qué es, pero me hace mucha gracia– políticos, activistas de la cosa, aliades y demás chusma, son ustedes un auténtico coñazo. Yo les pediría que, si fuera posible y en lo que a mí se refiere, me dejen en paz. En serio, no necesito revancha por los miles de años de opresión sobre la mujer, lo considero un empeño estúpido.

Engañarán a un montón de bobas con su vana palabrería, pero somos muchas las que sabemos que les importamos un pito –perdón, por el micromachismo, o macro, según el caso–, y que sólo somos la nueva carne de cañón. El nuevo objeto fetiche de la política. La mujer como centro de todo. ¿Les importa de verdad nuestra vida? Pues lo mismo que la de un tornero fresador, ni más ni menos. Pero somos moda y tienen que competir entre ellos a ver quién micciona más lejos en lo que se refiere al avance de los supuestos derechos de la mujer. Por cierto, esta semana, Francia se ha situado dramáticamente a la cabeza en esta penosa carrera.

Primero han tenido que victimizarnos, convencernos a todas de que hemos sido maltratadas en detrimento de las mujeres verdaderamente víctimas, crearnos mil problemas y agravios imaginarios, hacernos pasar por seres débiles, histéricas, quejicas e insoportables y víctimas de un supuesto sistema heteropatriarcal –nueva palabra comodín–. Todo esto para tener de qué salvarnos y poder saturarnos de su repugnante propaganda pseudopedagógica con todos sus chiringuitos chorreantes de dinero para sobrealimentar a las amiguitas de la facultad y derramar su política basura sobre nosotras y nuestras hijas vendiéndolo como progreso.

Se han equivocado y mucho. Somos millones las que no vamos con un cartel en la frente que dice «soy mujer, soy víctima». A mí no me representa ninguna otra mujer ni ningún hombre. Nadie tiene el poder de hablar en mi nombre ni de atribuirme sentimientos. Yo soy responsable de mis actos, de mis errores y de mis aciertos –que son muchísimos–. No me ofende lo que hagan otras mujeres. Si una señorita hace un anuncio publicitario como Dios la trajo al mundo encima de un cochazo, no me denigra ni a mí ni al resto de las mujeres del planeta, tampoco sé si se denigra a sí misma, ella verá. Y nadie –generosamente pagada con mis impuestos– tiene derecho a dejarle sin trabajo en nombre de una ideología de pega.

Esto que llaman feminismo tan alejado de la lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres que defendiera la grandísima Clara Campoamor no me interesa nada. La republicana jamás pensó que lo que ella reivindicó con riesgo de su propia vida acabaría derivando en una extraña ideología de victimistas infantiloides con ansias supremacistas y vengativas de la mujer sobre el hombre. En su discurso antes las Cortes en el que reivindicó el sufragio universal, Campoamor dijo: «Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer…» Ciudadana antes que mujer. Pues a mí me pasa igual. En lo político soy persona antes que mujer. Por eso yo, que soy madrileña, prefiero bajarme siempre en la estación de tren Clara Campoamor-Chamartín que en Almudena Grandes-Atocha.

Si algún partido está interesado en hacer algo beneficioso por la mujer, es sencillo. Se necesita mucha más dotación policial para la protección de mujeres maltratadas, penas más duras para los violadores, maltratadores y asesinos –incluida la prisión permanente revisable–, en vez de ponerlos en la calle y, por favor, no más importación de culturas que desprecian la dignidad de la mujer, en especial de la mujer occidental –sí, de nosotras, las infieles–. Es sencillo, dedíquense a ponernos a salvo, y no nos expongan como conejillos de Indias para ver cómo funciona su idílica sociedad progre. Los experimentos, señores, con gaseosa.

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