Las recientes elecciones presidenciales de Irán han sido seguidas en todo el mundo como un acontecimiento de enorme trascendencia internacional y objeto de abundante información sobre su desarrollo, los contendientes en liza y su resultado. La interpretación más extendida ha sido que el vencedor, Hassan Rohani, representa la moderación, el deseo de mejorar las relaciones con Occidente, la voluntad de apertura y el compromiso de cumplimiento del acuerdo nuclear. El reelegido primer mandatario sería, pues, de acuerdo con esa seráfica visión, el bueno de la película, y los europeos debemos alegrarnos de su triunfo. Su derrotado oponente, Ibrahim Reisi, en cambio, encarna el conservadurismo retrógrado, la represión, el belicismo y el aislacionismo, por lo que su fracaso es una excelente noticia de la que hemos de congratularnos. Asimismo, se ha destacado la elevada participación, superior al 70%, y la necesidad de prolongar la apertura de los colegios electorales dos o cuatro horas, dependiendo del lugar, para poder responder a la entusiasta demanda de los ciudadanos para depositar su papeleta.
Desde luego, si todas las versiones que recibimos sobre hechos acaecidos más allá de nuestras fronteras gozan de la misma exactitud y veracidad que estas explicaciones sobre los comicios iranís, más vale que nos busquemos la realidad por nuestra propia cuenta. Para empezar, la participación ha sido, como máximo, de la octava parte de lo difundido por las noticias oficiales del régimen, que las agencias de nuestro continente han repetido como loros sin verificar su credibilidad. Los números son simples: en el conjunto del vasto país persa se han puesto a disposición del censo 117000 puntos de voto, lo que, de ser ciertas las cifras del Gobierno de los ayatolás de 40 millones de votos emitidos, equivale a 340 votantes a lo largo del día en cada uno de dichos puntos, es decir, una media de 30 sufragios introducidos en la urna por hora si los colegios han permanecido abiertos diez horas, de las ocho de la mañana a las seis de la tarde. Bastaría que los crédulos corresponsales se hubieran situado en las proximidades de cualquier centro de voto para advertir que el complejísimo proceso de verificación de la identidad de cada votante, que se ha realizado por cuadriplicado por cada una de las candidaturas, requiere del orden de treinta minutos por persona, o sea dos por hora. ¿De dónde salen entonces los treinta registrados oficialmente? Del trucaje monumental de la participación que, en caso de ser conocida, demostraría el masivo rechazo al régimen teocrático imperante por parte del pueblo iraní.
El eslogan más repetido durante la campaña ha sido “Ni el verdugo ni el charlatán, queremos el cambio de régimen”, refiriéndose a Reisi, fiscal desde los dieciocho años y responsable de decenas de miles de sentencias de muerte, entre ellas el asesinato de 30000 prisioneros políticos en el verano de 1988, que fueron colgados extrajudicialmente mientras cumplían penas firmes de reclusión y enterrados a continuación en fosas comunes, y a Rohani, que no ha cumplido a lo largo de su primer mandato ninguna de sus promesas. ¿Y qué decir de la supuesta moderación del ganador? Durante su mandato se han llevado a cabo más de tres mil ejecuciones, incluidos centenares de ajusticiados que en el momento de cometer sus delitos tenían menos de dieciocho años. Estas infortunadas víctimas de una crueldad tan atroz eran, en gran parte, disidentes políticos o religiosos, inocentes blogueros, homosexuales, adúlteros o pequeños traficantes de unos gramos de cannabis.
El dinero recuperado del levantamiento de las sanciones tras el acuerdo nuclear ha ido casi todo a financiar la guerra de Siria, donde el régimen cuenta con 70000 efectivos, un volumen superior al del propio ejército regular de Assad. Se estima que desde el inicio del conflicto, el régimen iraní lleva gastados cien mil millones de dólares para sostener al dictador alauita y mantener vivo un conflicto que ha causado medio millón de víctimas civiles y millones de desplazados y refugiados. El mismo Reisi acusó a Rohani en un debate de campaña de que los beneficios del acuerdo nuclear habían alcanzado tan sólo al 4% de la población. Rohani, por su lado, afirmó, en un ejercicio de cinismo sin parangón, que su rival no había hecho otra cosa en los últimos treinta y ocho años que ejecutar y meter a gente en la cárcel, como si él, que no ha dejado de ocupar altos cargos del sistema desde 1980, hubiese pertenecido a la oposición en el exilio.
Ningún candidato puede presentarse a las elecciones en Irán sin contar con la bendición del Líder Supremo, del que Rohani, en una muestra repulsiva de abyecta sumisión, afirmó que “le besaría la mano decenas de veces”, por lo que aquéllas son una farsa carente del menor asomo de democracia. Mientras no haya elecciones libres, cese la persecución de disidentes, se acabe con la discriminación de las mujeres, se sustituya la bárbara y medieval ley islámica por un código penal y civil civilizado, se suprima la financiación del terrorismo y se retiren las fuerzas de intervención de Siria e Irak, la única solución a contemplar para Irán es el cambio de régimen para que los iraníes puedan simplemente disfrutar de una vida normal.