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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La financiación autonómica

4 de mayo de 2016

Por Juan Miguel Teijeiro de la Rosa

Asentados ya en pleno siglo XXI, y con necesidades de toda índole para el  correcto devenir de este país nuestro que es España, cabe que alguno se pregunte si tiene sentido cargar los Presupuestos del Estado con esa costosa financiación que supone el mantenimiento de unas Fuerzas Armadas acordes con el nivel que hoy representa España en un mundo globalizado. Y esa pregunta puede llevarle a otra: ¿Cuál es la función de éstas en un régimen democrático como el que ahora vivimos? El artículo 8 de  la Constitución de 1978 afirma que “tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”. Pero esta declaración requiere ser interpretada en relación con el contexto en el que hoy nos desenvolvemos.

En la actualidad la razón de ser de unas Fuerzas Armadas, la defensa militar, es concebida como un concepto integrado en otro mucho más amplio, cual es el de la Seguridad Nacional. Recientemente se ha definido ésta entre nosotros como “la acción del Estado dirigida a proteger la libertad y bienestar de los ciudadanos, a garantizar la defensa de España y sus principios y valores constitucionales, así como a contribuir junto a nuestros socios y aliados a la seguridad internacional en el cumplimiento de los compromisos adquiridos” (Documento de Estrategia de Seguridad Nacional 2013). Así pues, la Seguridad Nacional, como servicio público objeto de una política de Estado, integra el conjunto de las Administraciones Públicas con el apoyo de toda la sociedad.

En un ámbito como en el que ahora estamos sumidos los riesgos y amenazas van más allá de lo que han sido los enfrentamientos armados tradicionales, hasta abarcar el terrorismo internacional que suponen, entre otros, Al Qaeda, el Yidahismo y el Estado Islámico, además de la proliferación de armas de destrucción masiva, los ciberataques, el espionaje, el crimen organizado, etc. En buena medida el modelo tradicional de guerras entre Estados ha venido sustituido por conflictos armados con organizaciones no estatales, como las redes terroristas, las milicias armadas y las organizaciones criminales, con frecuencia apoyadas oscuramente desde instancias estatales. Su objetivo se dirige cada vez más hacia Estados débiles poco aptos para una reacción proporcionada a la amenaza.

A pesar de todo, los conflictos armados tradicionales siguen representando una amenaza fundamental, muchas veces en forma de guerras “asimétricas”, es decir, de confrontaciones híbridas en las que los países democráticos, que se mantienen respetando las leyes y convenios internacionales, han de hacer frente a amenazas por parte de organizaciones o grupos que actúan sin ningún tipo de limitación legal ni moral, y que utilizan todo tipo de tácticas. Todo ello exige una capacidad defensiva propia, eficaz y verosímil, que lleve a la disuasión o a la respuesta.

Pero, además, en el mundo globalizado al que antes me refería, “los retos y amenazas globales sólo pueden tener soluciones globales”. Es, pues, necesaria la participación cooperativa militar con otros países integrantes de la comunidad internacional directamente o a través de organizaciones internacionales de las que se es miembro, dando así una respuesta positiva a los compromisos adquiridos en operaciones en el exterior, bien sean de mantenimiento de la paz, o cualesquiera otras que defiendan los valores que Occidente reconoce como suyos.

Se quiera o no, en un mundo en el que cada vez es más borrosa la frontera entre situaciones de crisis y de guerra, no existe de hecho una negociación ni una diplomacia efectivas sin una sólida capacidad operativa militar que la respalde. Y a su vez ésta requiere sistemas de armas, logística, transportes, sanidad, enseñanza, etc.; es decir, todo un conjunto de elementos que exigen a su vez una adecuada financiación. Y es precisamente grave la desatención de ésta cuando en otros países se procede a programas de rearme, lo que inexorablemente lleva a un desequilibrio estratégico. En este sentido no hay más remedio que convenir que el esfuerzo en el mantenimiento adecuado de unas Fuerzas Armadas es inexcusable si España aspira a ser una país de peso en la comunidad internacional.

En España el gasto de Defensa es muy pequeño no ya si lo comparamos con la media del gasto de la OTAN con relación al PIB incluyendo los Estados Unidos y Canadá, sino, inclusive, si tenemos en cuenta simplemente la media de la OTAN Europa. Ésta venía siendo durante los últimos años del 1,6 por ciento del PIB, mientras que la española no ha pasado del 0,9, o, computada con criterios OTAN, del 1,2. Sin entrar ya en el gasto militar de países como Gran Bretaña o Francia, hay que tener en cuenta que Polonia (con una población parecida a la de España) dedica el 1,8 y Portugal el 1,5. Con un porcentaje igual o inferior al de España sólo encontramos dentro de la OTAN tres países del antiguo Pacto de Varsovia, Hungría (0,9), Letonia (0,9) y Lituania (0,8), así como Luxemburgo (0,4).

La participación de los créditos del Ministerio de Defensa en los Presupuestos Generales del Estado ha descendido desde el 5,5 por ciento que suponían en 2008 al 3,37 en 2015; y si los ponemos en relación con los gastos totales de todas las Administraciones Públicas y de la Seguridad Social ese porcentaje se reduce al 1,65.

Las misiones en el extranjero, fundamentales tanto por lo que suponen para el reconocimiento de España en los organismos internacionales como para la instrucción de nuestras tropas, han supuesto un enorme esfuerzo económico para las Fuerzas Armadas, fundamentalmente para el Ejército de Tierra. Las misiones en Bosnia, Afganistán, el Líbano, Kosovo, Irak, Libia, Mali, Congo, Haití, Chad, Senegal, Gabón, República Centroafricana, aguas de Somalia, etc. han avalado el papel de España en la comunidad internacional, pero han exigido unos sacrificios tanto en personal como en material normalmente superiores a los recursos de que aquéllas disponían.

Ello ha afectado muy singularmente al Ejército de Tierra, que ha participado en la mayoría de las misiones y con un número de tropas muy importante. Si a mediados de 2015 estaban desplazados 2.416 efectivos en misiones internacionales, sólo en Afganistán llegaron a estar destacados alrededor de 1.500 hombres, con una inversión de cerca de 4.000 millones de euros. El desgaste de material ha sido y está siendo angustioso. Y dejo conscientemente de lado todo lo que supone la Unidad Militar de Emergencia tanto como servicio público como por su necesidad de hombres y medios materiales.

Por lo que se refiere al personal, entre 2009 y 2015 las FA,s han sufrido un recorte equivalente al 8 por ciento del total. De las 16.000 plazas de soldado y marinero convocadas en 2009 se ha pasado a 3.520 en 2014, después de que en 2012 no se convocara ninguna y en 2013 sólo 1.500. Ello ha supuesto no sólo una reducción en el número de efectivos, sino un envejecimiento de los existentes, con las naturales consecuencias. De nuevo esta situación ha afectado de forma singular el Ejército de Tierra tanto por volumen proporcional de sus efectivos con respecto a los otros ejércitos, como por el número de tropas desplegadas en las misiones de que hablamos.

En resumen, el presupuesto de Defensa viene acumulando desde el comienzo de la crisis en 2008 una reducción del 30 por ciento. Ante esa situación conviene recordar las palabras del secretario de Estado de Defensa, quien en septiembre de 2013 reconocía que “nuestro país nunca ha puesto la inversión en Defensa en el lugar que le corresponde. Ni siquiera en épocas de bonanza”. El resultado ha sido alcanzar la situación crítica que viven hoy, y que debe remediarse con urgencia si no se quiere llegar a daños irreparables.

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