«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La frase que llevó a Trump al poder

7 de febrero de 2017

En cualquier contexto social o político, son muchas las acciones, los hechos, los símbolos y los discursos que puede realizar y pronunciar una persona de influencia para cambiar una realidad de modo contundente. Normalmente es la suma de estas muchas obras y muchas palabras las que terminan conduciendo e inspirando a los grandes movimientos sociales transformadores. Pero de vez en cuando sucede que es una frase, y una sola frase, la que provoca tal impacto en los corazones de los hombres que es capaz de ser por ella misma la que inclina la balanza hacia un lado o hacia el otro del cambio social.

 

Sin desmerecer muchísimos otros ejemplos de la historia, citemos sólo algunos para ilustrar el argumento: “¡Aquí, señor obispo, morimos todos!” fue lo que pronunció su majestad Alfonso VIII al arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada, antes de desenvainar su espada y marchar con coraje contra los moros en las Navas de Tolosa, en la mayor batalla épica que hubieran conocido los siglos, sabiendo que de no hacer el último intento con las escasas tropas vivas que les quedaban se perdería la batalla y con ella España entera, pues el Islam se expandiría por la península y quizás por toda Europa si allí sucumbían; fue esa frase la que dio inspiración a él mismo y sus tropas, al arzobispo Rada y sus tropas, a los reyes de Navarra y de Aragón y sus tropas, y todos juntos cabalgaron rompiendo las filas del ejército invasor y cambiando la historia de España para siempre.

 

“¡Disparad, aquí tenéis a vuestro Emperador!” haría que Napoleón consiguiera que el pelotón de soldados que tenía delante listos para fusilarle se arrepintiera y se tirara a sus pies listos para seguirle y dar su vida por él; una frase bien dicha hizo que en vez de ser cosido y muerto a tiros se montara de nuevo a la cabeza del ejército de Francia y volviera a poner toda Europa en pie de guerra.

 

“Yes we can”, una frase capaz de sembrar esperanza por el cambio social y capaz de provocar ilusión y pasión por la transformación, sería el lema de

campaña de Barack Obama para convertirse en el primer presidente negro de los Estados Unidos, de ese modo marcando un hito en la historia.

 

Mas la frase que puso a Donald Trump en la Casa Blanca, además de ser mucho menos inspiradora y elevada que los anteriores ejemplos de frases célebres de la historia, tiene la particularidad de que no fue pronunciada por él, sino precisamente por su rival en las elecciones norteamericanas, Hillary Clinton. “Se puede situar a la mitad de los que apoyan a Trump en la cesta de la gente deplorable”, se atrevió a decir la candidata a la presidencia. Con la palabra “deplorable”, Hillary se refería a gente machista, sexista, racista, xenófoba, homófoba, islamófoba, etc. También expresó que toda esta clase de gente no hacía parte de la verdadera América.

 

Se supone que todos ellos son insultos considerables, desde los clásicos “istas” y “fobos” hasta declarar que ellos no son americanos. Todo lo cual hizo sentirse ofendidos a gran parte del electorado. Es verdad que también dijo Clinton que la otra mitad de “supporters” de Trump era gente decente que aspiraba a un cambio legítimo, pero el daño de la ofensa ya estaba hecho.

 

Imaginese el lector que a usted le dan el 50% de chances de encontrarse dentro del grupo de los “deplorables”, ¿cómo reaccionaría usted? Seguramente Hillary pensó (y sus asesores pensaron), calculando muy mal el disparo, que una frase así de agresiva movería a millones de personas a replantearse su apoyo a Donald Trump, pues ¿a quién le gusta ser considerado del grupo de la gente deplorable? ¡Todos desean huir de esa estigmatización! Muchos seguidores de Trump se sentirían temerosos de caer en la historia como los seres deplorables que votaron por un ser deplorable. Muchos indecisos escaparían de la mera posibilidad de que alguien los considerara machistas y racistas y por fuera del auténtico espíritu americano. Tantos se lanzarían a los brazos de Hillary para no ser mal vistos por la sociedad progresista. ¿Verdad?

 

Pues no. Como se dice coloquialmente, “el tiro les salió por la culata”. Disparaban a un blanco pero la bala dio contra el propio francotirador. Hillary Clinton le entregó a Donald Trump el poder en bandeja de plata. Y hoy lo vemos ya posesionado y sentado en la Casa Blanca.

 

Tanto había criticado la candidata demócrata al republicano Trump por ser un ofensivo agresor, por herir con sus palabras, por no respetar a la gente, por elegir frases odiosas y palabras insultantes en sus discursos. Y de repente ella caía en el mismo error. Corrijo. No el mismo, uno mucho, muchísimo peor. Clinton estaba insultando a decenas de millones de norteamericanos. El pueblo, ya harto del poder del establishment, ya sospechoso de la alianza del poder político con las élites financieras y con la mainstream mass media, no se iba a aguantar otra pisoteada más del Sistema.

 

Antiguamente la estrategia de Hillary habría funcionado, pero esta señora no supo leer las señales de los tiempos. El mundo ya había cambiado. El votante ya no era tan borrego como antes. El elector estadounidense había adquirido más consciencia, más criterio, y era menos apto para la fácil manipulación a la que antaño estaban acostumbrados. No digo que de repente la masa tuviera una madurez política ideal, pues de ser así probablemente hubieran elegido a un mejor candidato que Trump, pero sí se notaba un cambio en la percepción política de la gente del común. Los insultos gratuitos ya no saldrían gratis.

 

Los que ya apoyaban a Trump se sintieron ofendidos, pues de ningún modo ellos hacían parte de una “cesta de gente deplorable” y ya estaba bien de tanto insulto y desprecio; cogieron más fuerza y ánimo y se radicalizaron en su apoyo a Trump. Los indecisos, parte de ellos, sintieron solidaridad con los millones de estadounidenses que estaban siendo humillados por la palabras de “Lady McBeth”. Ellos no se podían creer que esta señora estuviera, no insinuando, sino afirmando explícitamente, que millones de sus hermanos, de sus “fellow americans”, fueran gente mala y despreciable. Se solidarizaron con las víctimas y se sumaron los votos que faltaban para ganar en mayoría en las elecciones presidenciales. Habían visto cómo a Trump lo trataba injustamente toda la prensa y todos los medios masivos de comunicación. Habían presenciado cómo el mass media había establecido dogmáticamente que quien apoyara a Trump era un ”low educated american”, gente inculta y rural, gente de baja formación y poco sofisticada. Y todos fueron tiros que salieron por la culata, generando más apoyos para Trump. Pero esto último ya era demasiado.

 

Que la potencial futura presidente de los Estados Unidos de América tuviera en tan bajo concepto a tantos millones de americanos, los despreciara y tratara como “gente deplorable” solamente por preferir a su contrincante electoral en

las encuestas de intención de voto, eso ya era demasiado. No puede presidir un país alguien que tanto desprecia a sus propios ciudadanos, más aún cuando dichos ciudadanos están en su libre derecho democrático de democráticamente elegir a quien les dé la gana, sin tener que ser juzgados como parias por votar con libertad. Y eso lo entendieron los americanos y cambiaron las tornas.

 

Hillary más tarde se dio cuenta de este grave error político y pidió disculpas públicamente por haber ofendido a tantos millones de personas. Pero ya era tarde. Trump cogió carrera política y supo sacarle provecho al desliz de Hillary: “Por fin han salido a flote los verdaderos sentimientos de Hillary, mostrando intolerancia y odio a millones de americanos (…) aunque muchos de los seguidores de Hillary jamás votarán por mí, yo aún así los respeto a todos”. Su fórmula de vicepresidente, Mike Pence, respondería: “los hombres y mujeres que apoyan la campaña de Donald Trump son americanos trabajadores, granjeros, mineros, profesores, veteranos, agentes de la ley, miembros de todas las clases sociales de este país, que saben que podemos hacer grande a América de nuevo (…) no son una cesta de nada (…) son americanos y merecen su respeto” señora Hillary. Fue tal el mal sentimiento provocado que al día siguiente miles de personas salieron a contribuir con donaciones en dólares a la campaña de Donald, y más tarde lo harían con su voto.

 

La señora de Clinton con esos comentarios hizo aplaudir a muchos de sus acérrimos seguidores e hizo en el público a otros reír durante su discurso, pero lo cierto es que a nivel nacional y general creó una herida autoinflingida en su campaña de la que no se pudo recuperar. Había cometido el gran error de cambiar el foco de sus ataques, de Trump hacia su electorado, clasificándolos humillantemente en una “cesta de gente deplorable”. Atacar los síntomas es una cosa, pero estigmatizar a una clase entera de votantes es otra cosa. Y el pueblo norteamericano le puso los puntos sobre las íes.

 

Una frase desafortunada de la contrincante fue la que cambió el peso de la balanza hacia la victoria de Donald Trump, hecho histórico que tendrá indiscutiblemente repercusiones en América y en el mundo entero. A veces las frases conducen a grandes transformaciones sociales por el impacto que pueden producir en los corazones humanos. Y éste fue un ejemplo de la Historia.

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