Como si estuviera en una entrevista perpetua con Jesús Quintero, parece el presidente prisionero del silencio incómodo, sin saber qué esperar del loco de la colina, o sea de nosotros, los españoles, quizá porque él imaginaba la Moncloa como el registro de Santa Pola pero a lo bestia, poco más que un sitio donde firmar papeles y fumar puros gigantescos, y por la tarde una tertulia en el casinillo.
Mientras atruena el silencio presidencial vuelve la zambra y el revuelo foxiano al ateneo permanente de nuestra política, y el tal Sánchez habla del concordato como sus precedentes votaban la existencia de Dios -salió que sí, pero sólo por un voto-; y Pablo Iglesias monta una cheka informativa en un hotel de reyes, con el concurso snob de la forrada izquierda chic; y el ABC se desvive por darle pompa y circunstancia a una monarquía de barriada.
El silencio en el PP lo rompe Montoro -nuestro gran sheriff de Nottingham- para decir que cuando volvamos a votar ya sólo tendremos los impuestos de Zapatero, oh, gracias; y también habla Borja Sémper -eterno aspirante a la administración de Vichy- pidiendo con eufemismos que salgan los terroristas a la calle, para alcanzar el Reich de mil años de paz y él, a la vez, una poltrona sin escolta.
Mariano calla. Si sólo fueran dos españas -por cierto, qué torpe el que escogió los autores citados por Felipe VI, qué todos eran mitos de la división y la ruptura, a veces hasta del genocidio-, quizá Rajoy hablase para buscar entre ambas el entendimiento o, más probable, se decantara con la que creyera mayoritaria, la que le garantizase el puro habano y la lluvia gallega. Pero las naciones y las patrias se multiplican por efecto populista y constitucional: Pervive la España machadiana que bosteza, la batasuna o la catalanista a lomos de un trasgo tolkeniano -lleno de odio impredecible-, la roja rayadita derrotada en Brasil -que regresa como si hubiera perdido otra vez Cuba y Filipinas-, o la que no llega a fin de mes, que es legión famélica, muy susceptible al grito de podemos comer sólo si la casta roba menos. Hay más. Está la España estéril de Puerta de Hierro o Moraleja, veraneos en el cucurucho de Sotogrande o en la atrocidad urbanística de Marbella. Ellos son tan venezolanos como los de pablemos, que en su engolado elitismo resultan idénticos a los que se alojaban en las grandes villas de Caracas y ahora vagan por Europa exiliados, perplejos, porque nunca imaginaron que la miseria del pueblo que les limpiaba el inodoro dorado, podría algún día vestirse una camisa roja y expropiarlos. Y también está la España hipotecada, a la que le han expoliado sus Cajas; y la emigrante, a la espera de que hagan un rap con la letra de En tierra extraña, para poder cantar con ritmo del siglo sus suspiros y saudades. La España africana mira sus muros como lo hacía Quevedo, no muy optimista; la intelectual relee una y otra vez el 68, sin enterarse de que en Francia ya lo han enterrado, que Houellebecq ha pasado del banquillo de acusados al sillón de la Academia; la republicana ondea sus trapos desteñidos, y la degenerada lo mismo enseña las ubres en las catedrales que aprueba leyes en Galicia, liquidando la libertad de educación y acercándose a su meta de legalizar la pederastia
Si sólo fueran dos españas, en fin, quizátodo tendría remedio, aunque hubiera que matarse un poco, según los usos tradicionales. Pero el legado de esa generación que no acaba de marcharse, que sólo abdica si se le asegura la fortuna y el aforamiento, es demasiado para la siguiente, la que dicen que es la mejor preparada de la historia, pero en la que nadie se ha preparado para esto.