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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Globalización y globalismo

26 de junio de 2017

Ninguna civilización ha sido construida sobre los valores que hoy los occidentales consideran suyos, y ninguna sociedad basada sobre estos valores ha sobrevivido.

El occidente globalizador

La globalización es un fenómeno relativamente nuevo: a lo largo del siglo XX, los países de todo el globo se han ido incorporando a un mismo sistema diplomático y, de manera acelerada, las sociedades y los individuos han ido incorporándose a un proceso de cercanía cada vez mayor de personas, ideas y mercancías. Lo que caracteriza a este fenómeno es su espontaneidad y su irreversibilidad: espontaneidad porque ha sido el progreso de las tecnologías de la comunicación, el transporte y la información, el que ha ido unificando progresivamente al mundo entero en una única sociedad, sin que nadie haya controlado un proceso incontrolable; irreversibilidad porque a partir de ahora, para suerte o para desgracia, el mundo vive una única Historia a la que ninguna sociedad puede escapar.

Ciertamente, la globalización sólo podía partir de una civilización: la occidental. Es la única que tradicionalmente ha salido de sí misma para buscar la verdad fuera de sí: hacia arriba (Dios) por un lado; hacia fuera (el mundo), por otro.

Durante siglos, Europa ha llevado la tarea civilizacional por el mundo, no exenta de problemas y errores, pero siempre bajo la idea de que había una verdad que encontrar ahí fuera, y de que incluso era obligado encontrarla y transmitirla: ese y no otro es el espíritu de la gesta española a partir de 1492.

El colectivismo del siglo XXI

Sólo la cultura occidental, abierta por definición, podía alumbrar la globalización tecnológica, porque sólo ella ha poseído el impulso de salir de si misma al encuentro con los demás. Por eso llama la atención el fenómeno de nuestro tiempo: Lo que caracteriza al arranque de este siglo en occidente es el triunfo del pensamiento ideológico, creación también europea, y que se ha convertido en un cáncer que corroe el alma de los occidentales. Este ideologicismo está caracterizado por tres notas: el progresismo, el moralismo y el totalitarismo.

Por un lado, una tendencia compulsiva a romper con el pasado, con la historia, con la tradición europea y occidental. Las élites políticas y culturales occidentales tienen una obsesión con romper con lo anterior, por acabar con lo viejo, por construir un orden moral y político nuevo. El progresismo es hoy un dogma, no sólo entre la izquierda, sino entre la derecha: la tradición, las costumbres, el pasado ha dejado de ser fuente de inspiración y de respeto para convertirse en el pim-pam-pum de la cultura contemporánea. De hecho, lo que caracteriza a nuestra sociedad en relación con las anteriores es la agresividad hacia ese pasado, del que se supone debe liberarse por completo.

En segundo lugar, la imposición de una moral, llamada a sustituir a las creencias humanas básicas, basada en tres pilares: el democratismo, el nihilismo moral y la tecnocracia. El hombre occidental es un hombre light, con su alma sujeta al consenso mayoritario, convertido en único criterio de bondad; su cuerpo encerrado en las pasiones materiales más básicas y primarias, único criterio de libertad; y su conocimiento limitado a la frialdad científico-técnica, único criterio de bondad.

En tercer lugar, la falta de prudencia del colectivismo del siglo XXI tiende a buscar una universalización agresiva y totalitaria: el perfeccionamiento del Estado, la creación de instituciones internacionales (UE, ONU) permiten avanzar en una uniformidad a escala global, que arrincona las diferencias y las particularidades, especialmente cuando son de índole moral: la imposición de la UE de cuotas de refugiados a los países del Este, la imposición de la agenda LGTB a escala continental, o la imposición de políticas abortistas por parte de la ONU ejemplifican bien el hecho de que, para este nuevo colectivismo, nada ni nadie puede escapar.

El parásito de la globalización

La consecuencia es que lo que hoy llamamos pomposamente “valores occidentales” constituyen más bien antivalores: sexualidad compulsiva, la contracultura, la televisión basura, el discurso de la corrección política o la ideología de Género constituyen la negación misma de la civilización, en la medida en que reducen al ser humano a mera pulsión natural, por un lado, y simple obediencia al poder político, por otro.

Ninguna civilización ha sido construida sobre estos valores que hoy los occidentales consideran suyos, y ninguna sociedad basada sobre estos valores ha sobrevivido durante mucho tiempo. Sin embargo, perdido ya el combustible cultural, filosófico y moral que impulsó a Europa, aún le queda a Occidente cierta tendencia, heredada de su pasado: la tendencia a civilizar. Pero al igual que Platón veía en el error de las buenas personas el peor de todos, porque a diferencia de las malas ellas creían en el error, los occidentales están embarcados en un proceso globalizador al servicio del mal.

La globalización, el proceso de comunicación rápida e intensa de personas e ideas, se ha puesto al servicio de una causa perversa, la del llamado globalismo: proyecto político de impulsar el colectivismo, la tecnocracia y el nihilismo mundial por todo el mundo. Un grandioso instrumento, la globalización, está hoy al servicio de un objetivo detestable: el del globalismo colectivista.

El problema no es la globalización. Por eso se equivocan quienes se vuelven hacia el nacionalismo y buscan vivir al margen de ella: no es que no se deba, es que simplemente no se puede. Primero, porque en el siglo XXI ningún país, lo quiera o no, puede permanecer al margen del resto. La tecnología lo impide. Y segundo, porque el globalismo, como parásito del proceso de globalización, es agresivo y voraz: no hay lugar en la tierra al que escapar, no hay Mayflower ni nuevo mundo que quede al margen.

El problema hay que buscarlo en la deriva del mismo occidente en el pasado capaz de las mayores gestas, y hoy entregado a la destrucción del hombre. Es necesario defender el pasado frente al progresismo destructor, aferrarse a la tradición, al legado de nuestros padres, y desenmascarar las falsedades de la modernidad; es obligado rehabilitar un pensamiento moral fuerte, y afirmar y afirmarse que no existe moral si no existe trascendencia, o dicho en otras palabras, sin Dios; y es necesario defender el carácter histórico de la historia, esto es, la ilegitimidad de cualquier proyecto que convierta a todos los hombres en lo mismo, borrando sus diferencias.

En otras palabras, al globalismo occidental hay que derrotarlo en occidente.

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