Hijo de comerciantes muy aplicados, o sea rico, a la vez cercanísimo a las exclusivas atmósferas donde explotaba el mejor romanticismo europeo, y encima con talento natural, confluía todo para que Clemens Brentano se dedicara con acierto a escribir, superada con éxito la primera prueba a la que la historia somete a los aprendices de literato, y que consiste en saber abandonar la carrera de Derecho.
Le alababan Goethe y Heine, las rentas familiares le permitían dedicarse a la literatura sin pasar estrecheces, pero sí que probó otros dramas y tragedias, que se le morían los hijos al nacer -hasta tres- y con el último se fue también, exhausta, su esposa. Circunstancias crueles para cualquiera, pero apocalípticas en el alma de un romántico, tan vulnerable siempre a la voluptuosidad de la melancolía.
Pues en vez de pegarse un tiro se acercó a conocer a una campesina de Westfalia, analfabeta, visionaria y estigmatizada, Ana Catalina Emmerich, quien nada más verle le reconoció como al esperado Peregrino, advirtiéndole que estaba destinado a servirle de evangelista, y conmocionando, imagino, al todavía escéptico romántico.
El resultado de aquella asociación entre la religiosa y el poeta es la La amarga Pasión de Cristo, el texto del que se sirvió Mel Gibson para su película, y mucho más: profecías de tiempos muy futuros y recuerdos de años pasados, que en las notas de Brentano se encontraron hasta las indicaciones que han hecho posible el hallazgo de la casa de la Virgen. Curiosidad arqueológica y a la vez la más piadosa y mariana anécdota literaria, que no hay escritor que pueda presumir de que sus letras le han llevado tan literalmente al hogar de María.
Y en fin, que el peregrino se convirtió. Que su nombre aparece en la beatificación de Ana Catalina, y que se cumple así la advertencia que ella le hizo al conocerle: que la Providencia le había elegido para trasladar al mundo nuestro el universo al que accedía la beata en sus visiones.
Sorprende ahora que no hayamos reparado más en Clemens Brentano. Al revés, casi parece que su adhesión religiosa, que su vinculación con las visiones de Emmerich, hayan hasta oscurecido su obra más que notable de novelista y poeta, una figura destacada del romanticismo alemán. Puede ser eso, y sin embargo resulta difícil no admirar -de Brentano a Gibson- a cualquiera de los que han convertido su talento en huellas profundísimas de peregrino, útiles incluso a los más torpes rastreadores.