Dinero, cocaína, colocaciones no necesariamente cocaleras, injerencias de Marruecos en nuestra política nacional a través del maurófilo PSOE, anomalías en la institución de la bocina coronada que preside Juan Manuel Serrano Quintana, ex jefe de gabinete en la presidencia de ese Sánchez que ya en 2021, en la negreirizada Cataluña susurró que el voto por correo, prelaportiana palanca del cambio, era seguro. Todos estos factores han marcado una campaña cuyos efectos, por mor de las negociaciones parlamentarias que ahora se abren sin luz ni taquígrafo que las ampare, pueden alejarse sensiblemente de la aritmética salida de las urnas. Ayer se evaluaban los candidatos al tiempo que las casas de inducción del voto, también llamadas demoscópicas, buscaban un necesario olvido ya activado durante la jornada de descanso propagandístico.
En esta ocasión, las elecciones regionales, excepción hecha de las llamadas «nacionalidades históricas» y de la Andalucía infantiana, casi han coincidido con las pruebas de selectividad, Rubicón académico que, dependiendo de la comunidad autónoma en la que se examine el alumno, ofrece muy diferentes vados pues, como es sabido, los más de 200.000 alumnos que se enfrentarán al papel en blanco en los próximos días se verán sujetos, en cuanto a lo que a la ortografía se refiere, a una absoluta desigualdad. Si en Extremadura y Castilla-La Mancha, regiones sin lengua propia ni sagrada, cinco faltas conducen al examinado a un suspenso, en Baleares esos mismos yerros no cuentan, pues el contador se activa a partir del sexto error. La exigencia balear es tan laxa que un estudiante puede, no me pregunten cómo, agredir hasta en 26 ocasiones a la lengua de Cervantes sin que ello bloquee su acceso a la universidad. En la España mágica y autonómica, presidida por la falsa conciencia, está asentada la idea de que el español es una lengua que no necesita aprenderse de forma reglada, razón por la cual puede ser desterrada de los planes educativos.
Sin embargo, estas políticas, que en el fondo favorecen al idioma inglés, a las que están entregadas las autodenominadas izquierdas, ya sean las coordinadoras de cacicazgos ya las nacidas como meras cadenas de transmisión de los intereses regionales, pero también globalizadores, atentan contra la idea de igualdad supuestamente garantizada por la democracia (de mercado). En efecto, por más tupida que sea la red clientelar que se nutre de la exclusión del español del mundo oficial, la realidad es que tal estructura es incapaz de cubrir la evidencia de que criterios como el descrito en relación a la ortografía no es más que un burdo intento de maquillar una realidad tras la cual se oculta el hecho de que en virtud de dónde nazca un estudiante, tendrá más o menos posibilidades de acceso a la universidad.
Si el problema es conocido, la solución no es ningún enigma. La implantación de un calendario y un distrito únicos fomentaría una muy saludable movilidad entre estudiantes que, de este modo, se acercarían a lo que subyace bajo el término «universidad». Nada de esto, sin embargo, ocurrirá, pues gran parte del profesorado debe el blindaje de su puesto a esas barreras lingüísticas, y aunque es más que previsible que los establos culturales se saturen con el tiempo debido a la llegada de nuevas oleadas debidamente inmergidas, el Gobierno ya trabaja en dar salida al excedente, dado que en septiembre de 2022, bien que discretamente, envió una carta a la UE para pedir que el catalán, el vascuence, el gallego y el valenciano sean lenguas oficiales en el Parlamento Europeo. En semejante contexto: ¿qué importan las faltas de ortografía que se haigan cometido en la EBAU, la EVAU, la PAU, la EAU, la ABAU o la PBAU?