«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Coordinador del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP Madrid), ha colaborado en medios informativos y revistas literarias. Con sus relatos, obtuvo diversos galardones en España e Iberoamérica. Además, escribió el libro 'Tú querías ser Juanito…y yo driblar como Rubio' (Homo Legens, 2018), donde relata historias del fútbol español.
Coordinador del Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP Madrid), ha colaborado en medios informativos y revistas literarias. Con sus relatos, obtuvo diversos galardones en España e Iberoamérica. Además, escribió el libro 'Tú querías ser Juanito…y yo driblar como Rubio' (Homo Legens, 2018), donde relata historias del fútbol español.

Héroes de Madrid

5 de febrero de 2024

No importa el día, la hora ni la estación del año: cuando asoma o claudica la jornada, ya sea en una mañana áspera de turbulencias y obligaciones o durante la delicia de la noche vacacional, conviene pararse ante las placas, estatuas, rótulos y monolitos que hacen justicia a los héroes.

Por eso deben los estudiantes, y los jubilados, y los agentes comerciales, y los recién salidos de la jarana nocturna, detenerse en el curioso monolito erigido en la plaza de los Chisperos (corazón de Chamberí) y leer lo que allí está impreso. Encontrarán el nombre de Ignacio de Valentín-Gamazo y Alcalá, la fecha del 7 de septiembre de 1996 y la alusión a una muerte heroica.

Aquéllos que acuden prestos a dar la vida por los demás —sin conocerlos ni saber si comparten con ellos una sola identidad de espíritu o pensamiento— son, de largo, los mejores. Basta contemplar la fotografía de este abogado de 37 años para comprender que nos encontramos frente al rostro de alguien que desprende y transmite un valor antiguo. Frente a un Hombre con mayúsculas. Son pocos, pero están ahí y nos los cruzamos por las calles sin tal vez reparar ni en su paso decidido ni en un espíritu que vuela muy por encima del de las muchedumbres.

En la jornada arriba mencionada —década de los noventa, verano que casi hacía esquina con el otoño—, dos malhechores asaltaban un supermercado e Ignacio trataba de reducirlos hasta recibir dos disparos mortales. Los criminales huyeron con 100.000 pesetas.

Ignacio, hijo de prestigioso oftalmólogo y casado con la dueña de una farmacia, ya se había enfrentado a otro delincuente y a su pistola. Sucesos delictivos como aquéllos no eran infrecuentes en Madrid, por más que ahora traten de ensalzarse las virtudes y buena música de la época sin hacer mención a juventudes de barrios enteros masacradas por el caballo, coches bomba o ametrallamientos semanales, jeringuillas sobre la arena de parques infantiles y miedo a salir de noche. La memoria, ya lo sabemos, es selectiva.

Ignacio murió como un valiente y muy pocos son los escogidos, los buenos de verdad y los que saben transitar por este valle de distracciones mostrando la pulsión heroica que —como el perdón— dignifica un poco a quien se beneficia de ella e incluso a quien la presencia.

El 20 de enero de 1997, con rapidez encomiable e impropia de institución oficial, el alcalde de Madrid erigía el monolito en el que una pequeña placa explica cómo Madrid engendró a un héroe y su ejemplo —su vida, su muerte— hace mejor y más honorable a la ciudad entera.

Y como la zona entera de Chamberí, el parque de Berlín es también un hermoso y muy recomendable lugar de la capital. Allí, en plena ladera, nos encontramos con otro monumento: el dedicado al joven Álvaro Iglesias Sánchez, cuyo nombre debe escribirse y pronunciarse con profundo cariño y reverencia.

Principios de abril del año 1982. Noche de martes. El joven estudiante de márquetin (un mes antes sólo tenía 19) transitaba en moto junto a un amigo cuando el trasto se les averió. A la espera de recibir ayuda —tal vez para realizar alguna llamada—, entraron en el bar más cercano y, de pronto, gritos despavoridos perturbaron a los presentes.

Al salir, comprobaron cómo algunos vecinos del número siete de la calle Carranza aullaban en sus balcones mientras las llamas comenzaban a merendarse el edificio. Con toda la vida por delante y esa pulsión heroica tan rara, tan escasa, tan difícil de sostener, Álvaro no dudó un segundo y fue el único de entre todos capaz de quitarse la cazadora y entrar en el inmueble.

Tercero de seis hermanos, con residencia en la calle Príncipe de Vergara, veraneante en Navacerrada, sociable y de magnífico trato (con todos se llevaba bien), Álvaro salvó a tres ancianos y varios vecinos del inmueble afirmaron que un chico —un misterioso joven, una especie de presencia angelical— les orientó, les condujo, les explicó cómo podían salir sanos y salvos del infierno. Y ante los ojos del personal congregado en las inmediaciones, el veinteañero entró una vez en el edificio, y otra, y otra (todas con resultado positivo) y hasta una cuarta. Sería la última: cuando estaba cerca de rescatar a la cuarta persona, el fuego acabó con los dos.

El mayor de los hermanos (de nombre Juan Carlos) avisó a sus padres, que volaron desde las vacaciones andaluzas para visitar el Anatómico Forense, desoír el consejo de quienes allí trabajaban y tratar de identificar un cuerpo del todo irreconocible. En días posteriores, flores y poemas llenaron el portal y la fachada del edificio, José Luis Martín Descalzo —sacerdote y periodista— se arrepentía de sus prejuicios contra los jóvenes del momento («cuántas veces les habré juzgado vacíos y me habré sentido agredido por su vitalidad. ¡Juro ante Dios que no volveré a hablar mal de ellos!»)  y hasta un exitoso cantautor chileno, Fernando Ubiergo, le dedicó la canción que llevaba por título Una calle de Madrid.

Dignifican estos valientes a un género humano que se avergüenza (y con razón) de sí mismo. Por eso a veces es necesario olvidarse de la actualidad —del presente, de la confusión, del orden, de la agenda— para recordar lo importante, cuadrarse frente a los héroes y poner los ojos arriba. Siempre arriba.

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