«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

La ignorancia de la historia no exime de responsabilidades

15 de septiembre de 2015

Las consecuencias de nuestras decisiones, medidas o actuaciones de todo tipo: políticas, económicas, sociales la mayoría de las veces  solo  pueden verse  al cabo del tiempo y algunas mucho tiempo después, mucho más de lo que tarda la vida de una persona. Con el agravante de que nuestras propias decisiones, aun tomando en consideración los plazos y el ritmo de evolución general del contexto, se inscriben dentro de unos ciclos o tendencias  regulares, en plazos de larga duración. Tendencias que intentamos neutralizar poniendo nuestra máxima capacidad de comprensión y voluntad para paliar sus efectos potencialmente negativos. Vivimos entre corrientes que a su vez se mueven en el seno de otras corriente

Al igual que si vemos, al cabo del tiempo, las consecuencias de unas desafortunadas decisiones, habrá que pensar  que quienes las tomaron  no contemplaron sus efectos a largo plazo, y: o fueron unos frívolos optimistas (en el mejor de los casos) que se precipitaron por unas conveniencias a corto plazo que les obnubilaron la mente o que realmente ese precisamente era el objetivo perseguido.

Esto que resulta obvio, incluso parece una estupidez el recordarlo, no parece que nuestras clases dirigentes lo tengan tan claro. Cuando un legislador, un político o un estadista toman decisiones, parece que últimamente solo están pensando en las consecuencias a muy corto plazo. De hecho el período parece coincidir con los “ciclos electorales”. El problema separatista español, no solo catalán o vasco, no hay que olvidar que el fenómeno de las taifas no es de antes de ayer,  era algo perfectamente previsible, dada la telúrica insolidaridad y tendencia tribal de los pueblos, y ese problema, que había quedado aparcado y resuelto de cara a una posterior unión de mayor calado como era la Unión Europea, reaparece con saña y virulencia inusitada al cabo de cuarenta años por la conveniencia de un  grupo, de no se sabe, si agentes interesados en no acabar en la cárcel, o unos románticos trasnochados deseosos de volver a una edad media idílica que no existió jamás.

Estamos pagando ahora la falta de rigor y de previsión de nuestras clases políticas, sobre todo las de hace años, no solo las presentes, que al fin y al cabo son herederas de una situación casi insoluble  con las actuales cartas en la mano y el ambiente de indiferencia y desilusión nacional fomentado durante los últimos años. Es evidente que los nacionalistas han jugado sus cartas bien, jugando con plazos que el gobierno central no tuvo en consideración, ellos sí que sabían que hay que programar pensando en el futuro con la educación y los medios de comunicación, ayudados por algún que otro muerto para dar miedo y secuestrar anímicamente a sus poblaciones, le han dado la vuelta al sentimiento, que es básico en todo este conflicto.

Por ello, creo necesario, aunque estoy convencido de que no se hará, pues todo pueblo y clase política necesita sus mitos y aborrece empañarlos, y pagaremos tristemente por ello las consecuencias de este nuevo error al no analizar las verdaderas causas de esta crisis de identidad y desintegración nacional.  Es preciso desmitificar, sobre todo los errores garrafales cometidos, unos por buena fe y otros por mala, durante el período constituyente del 78 y poner a cada uno en su sitio dentro de las consecuencias de lo que pueda ocurrir en un futuro.

Pero esto, aun dando un golpe de timón inmediato, tardaría años en corregir el curso de los acontecimientos,  probablemente se requerirían el mismo número de años que los que se han empleado para crear la escisión. Ha sido y es una grave responsabilidad de los gobernantes que nos han abocado a un conflicto de consecuencias imprevisibles por no haber sabido actuar a tiempo, ignorando los tiempos de maduración de las ideas entre la población de una nación. Se tarda mucho, muchas generaciones, en crear la mentalidad necesaria para que los pueblos instintivamente respondan a los estímulos de una idea.

No nos engañemos estamos hablando de ideas. La batalla de las “ideas” tan olímpicamente olvidada por unas fuerzas tradicionales acomplejadas, y defendidas hoy en día por boca de todos los nuevos teóricos de una izquierda disolvente. A la hora de la verdad, son las ideas, a veces para nuestra desgracia, las que mueven al mundo (el hombre es también un ser emocional) y estas ideas tardan en nacer, crecer y multiplicarse. Lo mismo podríamos referirnos al actual auge del Islam como a la expansión del cristianismo, del budismo o del propio comunismo… No es posible, me decía el otro día mi amigo Oquendo,  crear una civilización o enfrentarse a otra, sin la apoyatura de una idea más trascendental  que nos de solidez y nos de fuerzas para crear una sociedad coherente o para oponerse a un empuje ajeno a nuestra tradición. Desgraciadamente Occidente ha dilapidado en gran parte su herencia cultural y se ha desarmado frente a las nuevas barbaries, nuevos bárbaros que sí tienen una fe y unos objetivos. Aunque no nos gusten.

Lo mismo pasa ahora en España, al faltar una idea aglutinante, nos invade la descomposición, y no parece que tengamos a mano la apoyatura de una filosofía vital y una ilusión que nos empuje a oponernos a la nueva invasión irracional de los nacionalismos excluyentes o a los nuevos bárbaros de más allá de nuestras fronteras.

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