Lo pongo en italiano, pues en italiano escribió Carlo Levi un libro que se llamaba así. Supongo que se entiende. Yo entrevisté a su autor, hace ya infinitos años, cuando trabajaba como periodista en la RAI.
Tamames también tiene, como yo y como tenía Carlo Levi, un corazón antiguo, pero sus latidos, que el martes y el miércoles de la semana pasada retumbaron como trallazos en el Congreso, anticipan el futuro o, al menos, eso cabe esperar y desear.
Ya veremos. Las mociones de censura son bombas de relojería. Su mecanismo es retardado. Tic tac, tic tac (que decía Pablo Iglesias, horresco referens). La que en su día presentó Felipe González, matemáticamente derrotada, funcionó así y lo condujo, poco tiempo después, a la jefatura del gobierno, previo paso por ella de Leopoldo Calvo-Sotelo.
Alfonso Guerra defendió aquella moción. Los socialistas perdieron, pero ganaron un líder. El 27 de mayo de 1980, veinticuatro horas antes de la fecha elegida, El Socialista, órgano del PSOE, publicó un editorial titulado ¿Por qué la moción de censura? en el que consideraba ésta una exigencia nacida de «un imperativo moral con miras a demostrar que existen otras ofertas programáticas para afrontar la crisis dentro del juego democrático al mismo tiempo que pone al ejecutivo de UCD frente a sus incoherencias». ¿Les suena?
Seguro que sí, pues el paralelismo con las motivaciones y limitaciones que han llevado a VOX a presentar su moción, también moral, y a Tamames a respaldarla es más que evidente.
El propio Felipe González manifestó entonces que no se trataba de salir ganador en un debate cuyo desenlace aritmético estaba cantado, sino de demostrar a sus Señorías y, sobre todo, a la opinión pública que el gobierno de Adolfo Suárez no estaba a la altura de las circunstancias ni, por ello, era capaz de sacar al país de la crisis económica, laboral y moral en la que estaba inmerso.
Alfonso Guerra, desde la tribuna, definió la moción como «un instrumento de dinamismo social que terminara con el desencanto y la apatía general».
Diez meses más tarde Suárez dimitió, Calvo-Sotelo, que sólo elogios merece, pasó por el banco azul y la Moncloa como el rayo de sol por el cristal ―valga la metáfora evangélica― y Felipe González se hizo con las riendas del país.
Fraga Iribarne, por cierto, que entonces presidía Alianza Popular, se abstuvo, igual que esta vez lo ha hecho su paisano y émulo Feijóo, y quizá por ello nunca llegó, ni siquiera a medio plazo, a la jefatura del gobierno, a la que siempre aspiró y, seamos justos, merecía.
Lecciones que dan la historia y la memoria… La de verdad, no la de ese engendro al que llaman, con asombroso cinismo, Memoria Democrática en vez de llamarla Memoria Partidista.
Ayer apareció en El Mundo un artículo titulado El viejo león. Así llama su autor, el economista e historiador Gabriel Tortella, viejo amigo de quien escribe esto, con el que compartió cárcel, lucha y esperanza, a Ramón Tamames. Es lo mejor, a mi juicio, que hasta ahora se ha escrito a cuento de la gesta protagonizada el otro día por el sabio, ya provecto, que desde la altura de su edad y de su indiscutible e indiscutida autoridad tuvo el coraje de empuñar el testigo que le ofrecía el presidente de VOX para salvar juntos, y a la vez por separado, todas las vallas de esa carrera de obstáculos que dentro de diez meses ―los mismos que mediaron entre la moción de Felipe y la caída de Suárez― nos librará, si las encuestas no mienten y los votantes recuperan la cordura, del peor jefe del Gobierno que nuestra democracia, por él convertida en autocracia, cacocracia y cacacracia, ha tenido.
Gracias, Gabriel. Gracias Ramón. El futuro tiene, en efecto, un corazón antiguo.
Tic tac. La chispa culebrea por la mecha. La moción de censura ha sido un fósforo. ¡Pum!