La historia dice que no fue hasta 1853, cuando el papa Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción. Sin embargo, los españoles habían asumido desde siempre que la Santísima Virgen estaba “preservada de la culpa original”. En realidad, es España la nación que más batalló por el reconocimiento universal de la Inmaculada: son innumerables los documentos que atestiguan, desde los siglos siete y ocho, que los reinos cristianos de la península celebraban su fiesta. Los reyes hicieron suyo el fervor popular, y también los santos, y los teólogos, que empezaron a escribir y a predicar sobre el misterio, y a llevar esta verdad por todos los rincones de Europa.
Felipe II, en 1604, hace obligatorio el juramento de defender el concepto de la Inmaculada Concepción en las universidades y en otros estamentos civiles y militares del reino. Cuando la ciencia española llegó a mayor altura, y dirigían sus sabios el movimiento científico del mundo civilizado, juraban las profesores de las Universidades más famosas defender hasta morir el privilegio mariano, Así lo hicieron las Universidades de Valencia, Salamanca, Sevilla, Granada., Valladolid, Oviedo, Compostela, Oñate, Baeza, Alcalá, Osuna, Huesca, Barcelona, Zaragoza, etc, y de tal modo estaban convencidos de la certeza de su doctrina, que ninguna de las Universidades de España se volvió atrás de su voto.
En 1760, bajo el reinado de Carlos III, las Cortes españolas escriben estas líneas al Papa:
«Todos los diputados de los Reinos de España que representaban todas sus provincias en las Cortes celebradas en 17 de julio de este año (1760), expresaron al Serenísimo Rey Católico la perpetua e innata piedad y religión de todos los que tienen el nombre español a la Santísima Madre de Dios y Reina de los ángeles, Virgen María, principalmente en el misterio de la Inmaculada Concepción, y que: siendo muy pocos las vasallos del Rey Católico que no están incorporados a alguna Orden Militar, Universidad, Ayuntamiento. Colegio, Cofradía u otro Cuerpo establecido legítimamente, se observa en todos ellos con el mayor cuidado que al entrar haga uno juramento solemne de sostener y defender con todo celo y hasta donde alcancen sus fuerzas el misterio de la Inmaculada Concepción, cuyo juramento hicieron también el Rey Católico y los Diputados de los Reinos de España en las Cortes celebradas en el año 1621.»
Carlos III, accediendo a los deseos manifestados por las Cortes (igualitas que las de ahora); tomó como universal Patrona de toda la monarquía a la Santísima Virgen en su Inmaculada Concepción. A instancias de este monarca, el Papa Clemente XIII, por Breve de 8 de noviembre de 1760, confirma este Patronato de María en todos los dominios de España.
Hasta aquí llega la historia, los datos concretos y algo fríos, pero necesarios para entender esta realidad muy a menudo desconocida sobre la Patrona de España. Pero claro, lo más interesante viene después: empezar a investigar, a estudiar, a perderse en todas las historias, anécdotas y leyendas en las que la Inmaculada influye de una forma u otra en España y en los españoles. Por ejemplo, cómo llegó a ser también patrona de la Infantería, y que ello se debe al milagro de Empel, un suceso en el que los Tercios señalan inequívocamente a la Inmaculada como salvadora en una terrible situación militar, pues cuando habían perdido toda esperanza encontraron una tabla con su imagen, se encomendaron a ella, y así cambió radicalmente el signo de la batalla. Y no sólo ellos creyeron en esa intervención, hasta sus enemigos lo sospecharon, que el almirante Holak acabó afirmando «Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro».
El pueblo llano, la universidad, la monarquía, las Cortes, la Milicia… no existía un rincón de España, ni una de sus instituciones que no se arrodillase ante la Mater sin pecado concebida. También el arte rinde su tributo: allí están las Inmaculadas de Murillo, de Valdés Leal y de Ribera; y la poesía, desde los romances del Rey Sabio hasta el Siglo de Oro, cantando innumerables veces la belleza de la Inmaculada. Y en fin, que no puede extrañar a nadie que Juan Pablo II llamase a España “Tierra de María”. De María Inmaculada, claro.