«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).

Instrucciones para saquear un país

8 de marzo de 2024

Saquear un país no es una tarea sencilla. Y no lo es porque, al menos en un sistema nominalmente democrático, el saqueo metódico de los recursos comunes debe efectuarse de un modo que resulte compatible con el hecho de que una significativa porción del electorado no deje de votar a quienes lo perpetran. Así pues, una de las claves del éxito de la corrupción estriba en generar una sólida corriente de empatía entre el agente que protagoniza el expolio y el sujeto colectivo que lo padece. Este último ha de percibir que en la evidencia del daño que se le inflige —que se nos inflige— hay una prueba de lealtad a la que se le somete. Y cuando con su voto proceda a refrendar el comportamiento delictivo de la trama que ha orquestado o consentido el pillaje, lo hará en una paz de conciencia absoluta, sin un solo reproche íntimo que hacerse, colmado de esa serena beatitud que emana de quienes han aprendido a transitar por la esfera de los asuntos públicos habiéndose desembarazado de fastidiosos escrúpulos morales.

No obstante, antes de llegar a ese punto, lo primero que se necesita para saquear un país es que exista una organización que aglutine al número suficiente de elementos aptos para la práctica del latrocinio. Resulta muy conveniente que dicha organización ostente una naturaleza política, pues de lo que se trata es de acceder al flujo de recursos con que una sociedad contribuye al sostenimiento material del Estado. Esto puede parecer un requisito de fácil cumplimiento, pero no lo es. La organización a la que nos referimos debe hallarse inserta en un sistema donde el poder político lo decide todo. Pero un sistema donde el poder político lo decide todo no es propiamente una democracia, de manera que para estar en situación de llamar democrático a un régimen que no se desempeña como tal es imprescindible hacer creer a los ciudadanos que existen instituciones y mecanismos que velan, sin ningún tipo de interferencias ni coacciones, por el cumplimiento íntegro de las leyes. Y para eso se inventó la propaganda.

La propaganda es mucho más que un conjunto de televisiones y emisoras de radio de titularidad pública, sufragadas por tanto con el dinero de los contribuyentes y cuya explotación el poder político de turno se arroga en su beneficio. La propaganda es todo aquello que, a lo largo de generaciones, propicia una atmósfera de unanimidades, urde un determinado clima cultural y edifica una arquitectura psicológica de dogmas y estereotipos que limitan la capacidad de discernimiento de los sujetos abocados a vivir bajo su influjo.

Durante años, decenios incluso, a la propaganda se le confía el crucial cometido de que la entidad consagrada al saqueo del país quede asociada en el subconsciente colectivo a la noción benemérita de una honradez centenaria. De ese modo, se consigue que cada vez que aflora la noticia de una malversación de fondos públicos, el cobro de una comisión ilegal o el trato de favor a algún familiar cercano, el individuo que ha sufrido la desgracia de ser sorprendido en el flagrante acto deshonroso (que no es, por lo demás, sino la cabeza de turco necesaria para que siga funcionando una maquinaria que se engrasa con la podredumbre moral de sus más prominentes artífices) quede mágicamente desvinculado de las siglas de la organización bajo cuyo amparo ha perpetrado la fechoría.

La propaganda, en el sentido amplio de artefacto ideológico que le hemos atribuido con anterioridad, tiene además una finalidad añadida, de todo punto esencial: ha de contribuir a la creación de una sociedad carente de la fibra necesaria para protagonizar cualquier acto de contestación cívica. Esto se logra a través del manejo de la opinión pública, operación que, para ser eficaz, no puede esperar a dar comienzo en la edad adulta, sino que tiene que hallarse operativa desde los más tiernos estratos de la vida del individuo. De lo que en último término se trata es de que dicha opinión pública, convenientemente adoctrinada, quede desposeída de todo el orden simbólico predecente, de toda referencia de autoridad anterior a las entidades que prevalecen en un Estado de partidos, que son las que en adelante ocuparán el vacío provocado por esta descomunal estrategia de arrasamiento.

Así, al quedar destruidos los símbolos que servían para generar un sentimiento de comunidad histórica, de nación hermanada por vínculos metapolíticos, lo que queda es una muchedumbre de individuos carentes de lazos orgánicos, donde cada cual vive atento en exclusiva a la satisfacción de sus intereses particulares, desentendido de la vida pública y resignado a las tropelías impunes de la casta gobernante. Una muchedumbre alimentada con la papilla del entretenimiento banal y la cháchara emotivista, y a la que los demagogos adulan al mismo tiempo que la empobrecen. Una muchedumbre, en definitiva, a la que se le hace creer que disfruta de un amplio catálogo de derechos sociales cuando en realidad se la está haciendo cada vez más dependiente del poder omnímodo del Estado.

El estadio final de este proceso de desmantelamiento social es la caída en un lodazal donde las líneas que marcan la delimitación entre lo público y lo privado se han difuminado por completo. Entonces es cuando el saqueo de un país ya no tiene por qué limitarse al pillaje de los recursos comunes, sino que puede llegar tan lejos como decidan quienes hacen las leyes. La clase gobernante y el entramado mediático-cultural se funden en una simbiosis indestructible. La nación se reduce a un agregado de individuos que deben producir para poder ser parasitados. Y en adelante, como en la letra de Povera patria, aquella canción de Franco Battiato, todo queda en manos de una ralea de gente infame que no conoce el pudor.

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