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La Gaceta de la Iberosfera
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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

Ji, ji, ja, ja… adolescentes

19 de diciembre de 2022

No es la primera vez que lo comento. Lo he hecho en bastantes ocasiones y seguro que, tal como están las cosas, volveré a hacerlo.

Hace cosa de una década, quizá algo más, la revista digital estadounidense Smith, que cuenta, al parecer, con un sinfín de lectores, convocó un premio de microrrelatos en seis palabras. Ese minigénero literario se ha puesto de moda. Lo inauguró nada menos que Hemingway: «Se venden zapatos de bebé sin estrenar». Una tragedia. No se puede llegar más lejos en la técnica hemingwayiana del iceberg. Luego compareció el dinosaurio de Monterrosso, que hoy, lunes, por la mañana seguía aquí.

Es posible que ambas referencias suenen a chino (el del bazar de la esquina) a los lectores jóvenes de esta columna, si los hubiere. Los planes de estudios, la cultura audiovisual (oxímoron), la digitalización propiciada por la Araña (Internet) y la estulticia de los, las y les ministr@s de Educación han eliminado el contexto. Yo, que procuro vivir ajeno a esas cuatro calamidades, sigo dándolo por hecho. A ese brindis al sol me constriñe mi condición de escritor.

Uno de los microrrelatos premiados por la revista en cuestión era una biografía condensada del hombre de nuestra época. Decía: «Nacimiento. Infancia. Adolescencia, adolescencia, adolescencia. Muerte». Cuenten las palabras: son seis. ¿Para qué más? Otra tragedia.

Tuve que presenciar el ensordecedor e interminable espectáculo de una patulea de gilipollas (todos con derecho a voto) disfrazados de Papa Noel

Pensé en ella el último sábado. Tuve la mala ocurrencia de salir a la calle, a una calle de Madrid, ciudad en la que por desgracia vivo, y que, para más inri, me condujo a la Gran Vía, principal escenario del circo en el que se ha transformado nuestro país (y nuestra época), y allí, anclado casi a perpetuidad, en el semáforo del Palacio de la (ex) Prensa, tuve que presenciar el ensordecedor e interminable espectáculo de una patulea de gilipollas (todos con derecho a voto) disfrazados de Papa Noel y encaramados a una Legión Cóndor de motocicletas de escape libre (lo de libre es un decir) protegidas y desorganizadas, para estupor de los sufridos viandantes, por las fuerzas armadas (de multas) del Ayuntamiento.

A media tarde, como soy humano y en cuanto tal tropiezo siempre dos mil veces en la misma piedra, incurrí en otra fatídica ocurrencia: la de salir (sábado sabadete) a tomar unas copas (tardear lo llaman ahora) en un conocido local de eso, de copas, de la calle de Jorge Juan. Para ello tenía que cruzar el Rubicón o Mar Rojo (llámenlo como quieran) de la Castellana, que todos los findes troncha en dos la ciudad (manifestaciones, maratones, patinaje, ciclismo, conciertos, kermesses, paradas de pintoresca índole) e impide el libre tránsito por ello de los vecinos de una ciudad que ya no es ni siquiera el poblachón manchego evocado por Camilo José Cela, sino un desbarajuste infernal en el que todo horror (sin olvidar el de los bolardos, de Malasaña, que es mi barrio) tiene cabida.

Toda la ciudad estaba paralizada por las gracietas de la alcaldía y por las hornadas de adolescentes inscritas en su censo

Ríanse ustedes de las cuitas de Julio César y de Moisés cuando tuvieron que vadear los cursos de agua citados. Toda la ciudad estaba paralizada por las gracietas de la alcaldía y por las hornadas de adolescentes inscritas en su censo: lucecitas por todas partes, parque navideño en la Casa de Campo, fuegos artificiales, inauguración del Ártico, muchedumbres de papinoelitos (esta vez pedestres y no ecuestres)… ¡Qué sé yo! Ni que distribuyeran euros a cuatro pesetas. ¡Más ropa que hay poca!

Tardé casi tres horas en llegar desde Pez hasta Jorge Juan y casi cincuenta pavos de taxi. Una vez en el antro de copas al que me dirigía tuve que tomarme a toda prisa nada menos que cinco mojitos. Un pastón. Dieciocho euracos cada uno. Ni que los elaborasen con ambrosía. Bebía para olvidar y para cobrar arrestos de cara a lo que sería la tentativa de regresar al home sweet home. Conseguí llegar a él a la hora en la que don Quijote salió de la venta.

Adolescencia, adolescencia, adolescencia… Antes la llamaban humanidad.

Señor Almeida: dimita.

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