En el curso del debate en el Congreso sobre la proposición de ley orgánica presentada por el Parlamento autonómico de Cataluña para que le fuera transferida la competencia de convocar un referéndum separatista (debate saldado con la negativa aplastante a tomarla en consideración), uno de los puntos recurrentes fue la contraposición entre lo jurídico y lo político.
Los proponentes acusaban a populares, socialistas, UPyD y UPN de refugiarse en argumentos jurídicos para enmascarar la voluntad política de negarse a la pretensión de la Cámara autonómica. Este modo de pensar es bastante frecuente entre nuestros políticos: parece darse por supuesto que cuando las leyes obstaculizan un designio político, la ley puede ceder como si los políticos no estuviesen sometidos a la ley. Pero esto es un error grave que va contra los cimientos de toda democracia digna de este nombre. Desgraciadamente nuestros legisladores se comportan con demasiada frecuencia como puros autócratas, y así, el sistema se resiente y se va pudriendo en la medida en que la ley queda reducida al mero ropaje con que se viste la voluntad incontrolada de los partidos.
De todos modos, algo había de verdad en el reproche de los separatistas, en el sentido de que la cuestión de fondo era netamente política: en realidad, la mayoría arrasadora de los diputados no estaba tanto movida por amor al cumplimiento de la ley como por la aversión a dar luz verde a un proceso de muy previsibles conse-cuencias funestas. Y me llamó la atención que ningún orador de la mayoría opuesta a la pretensión separatista agarrase ese toro por los cuernos y desenmascarase los sofismas de los parlamentarios autonómicos, porque lo tenían muy fácil.
En efecto, el rechazo de la proposición autonómica se basa en un argumento jurídico muy poderoso: al ser la potestad del Estado en materia de referéndum indelegable por su propia naturaleza, resulta que el Congreso no puede aprobar su transferencia a las autoridades regionales; hacerlo sería ilegal, y muy probablemente anticonstitucional. Pero es que, aun en el supuesto de que fuese conforme a la ley y la Constitución, el «no» estaría legítimamente avalado por la decisión política de bloquear semejante consulta por la materia sobre la que los separatistas pretenden esa potestad, que no es otra que plantear la secesión de Cataluña.
En otras palabras, eché en falta que nadie dijera algo como esto: el Tribunal Constitucional, desde su Olimpo teórico, puede sentenciar que si se modificase la Constitución anulando sus dos primeros artículos, sería lícito jurídicamente ese referéndum secesionista en Cataluña. Pero precisamente es esa reforma constitucional la que no va a contar con nuestro concurso político de ninguna manera, porque entendemos que el pueblo español es absolutamente contrario al despiece de España; así que, señores separatistas, si quieren lograr su pretensión, no podrá ser por las buenas, porque jurídicamente tenemos la Constitución y las leyes de nuestro lado, y políticamente tenemos a la mayoría abrumadora del pueblo español también de nuestra parte. No prosigan con su táctica de calentar los ánimos de los españoles de Cataluña con su quimera secesionista, pues de este modo sólo conseguirán generar una enorme frustración que fácilmente conducirá a enfrentamientos entre catalanes, y no sería raro que alentasen el surgimiento de movimientos de carácter violento que no fuesen capaces de controlar y les pasasen por encima a ustedes mismos, con las consecuencias fáciles de imaginar que no desea nadie. Dejen, pues, de manosear la palabra democracia y acepten democráticamente, si saben y pueden, la voluntad de la mayoría de los españoles.