«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid). Siguió estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (New York). Ha sido profesor visitante en las Universidades de Texas (San Antonio) y de Florida (Gainesville). Ha sido investigador visitante en la Universidad de Yale (New Haven) y en El Colegio de México (DF). Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. El último libro publicado: Una Vox. Cartas botsuanas (Madrid: Homo Legens, 2020). Su último trabajo inédito: “La pasión autoritaria de los españoles contemporáneos”.
Amando de Miguel es catedrático emérito de Sociología en la Universidad Complutense (Madrid). Siguió estudios de postgrado en la Universidad de Columbia (New York). Ha sido profesor visitante en las Universidades de Texas (San Antonio) y de Florida (Gainesville). Ha sido investigador visitante en la Universidad de Yale (New Haven) y en El Colegio de México (DF). Ha publicado más de un centenar de libros y miles de artículos. El último libro publicado: Una Vox. Cartas botsuanas (Madrid: Homo Legens, 2020). Su último trabajo inédito: “La pasión autoritaria de los españoles contemporáneos”.

La desbocada inflación mundial

12 de julio de 2022

Hay que estar atentos a los fenómenos de alcance mundial (ahora, se dice “global”). Uno de ellos es la desbocada inflación, que aqueja a tantos países. Desde luego, España no es una excepción. El Gobierno trata de vestir las estadísticas para que parezca que el problema es menor y coyuntural. Pero no; es grave y estructural. Otra forma de quitarle importancia es asegurar que se trata de una consecuencia de la Guerra de Ucrania. No es así. Estamos ante una ilustración del principio, tan socorrido, de “echar la culpa a la víctima”. En todo caso, la inflación persistente suele anteceder a las guerras. Es posible que la situación bélica por la invasión de Ucrania acelere los efectos del desorbitado aumento de los precios. Empero, las causas son otras, más profundas y duraderas.

El factor principal de la escalada de los precios en todo el mundo es el sistemático descenso de la productividad de las empresas privadas y los servicios públicos. Al menos, en España, esa minoración resulta evidente. En principio, no tendría que ser así, visto el peso que supone el equipo capital en la producción; sobre todo, el de índole informática, lo que, ahora, se llama “digitalización”. Sin embargo, la productividad depende, también, del factor humano, de la dedicación de los emprendedores, directores, empleados, funcionarios, trabajadores de todas las clases. Al final, pues, se trata de un factor difícil de medir, pero, actuante. Es tan prosaico como la pérdida de las ganas de trabajar. Frente a ella, se impone la seguridad que da el vivir de las ayudas públicas, por lo menos, para la mayoría menos instruida o sin empleo. La mayoría más calificada se ve estimulada por el derecho a disfrutar de la vida con la mínima dedicación profesional. De “vocación”, ya, ni siquiera se habla. El hedonismo es la palanca que, ahora, mueve el mundo. Se comprende que interese menos el buen funcionamiento de las organizaciones productivas, incluidas, las oficinas públicas. La muletilla de “vuelva usted mañana” de Larra (a principios del siglo XIX) no es nada, si la comparamos con la actual imposición de la “cita previa” para cualquier trámite.

Muchos consumidores no tienen más remedio que contratar servicios privados para contrarrestar la ineficiencia general de las organizaciones

La consecuencia natural de todo lo anterior es que el precio de los bienes de consumo o de los servicios no tiene más remedio que subir. Se contradice, así, la tendencia secular a su descenso, como ha sido en las últimas generaciones de los países que se han desarrollado.

Tómese el ejemplo de la vida española actual. Funcionan tan mal las empresas y los servicios públicos, que muchos consumidores no tienen más remedio que contratar servicios privados para contrarrestar la ineficiencia general de las organizaciones. Por otro lado, la legislación con miras ecologistas nos impele a gastar más en nuevos artículos o artefactos. Es el caso del automóvil eléctrico, mucho más caro que el de combustión, al que sustituye por imperativo legal. En la misma línea, tenemos las exigencias de bienestar que deben acompañar a las nuevas viviendas, desde el aire acondicionado y las alarmas hasta las placas solares. Todo ello eleva, considerablemente, el precio de los consumos necesarios. Añádase que, aprovechando la demanda general de automóviles o viviendas, el Estado intensifica los impuestos en la adquisición de esos bienes. No digamos si, en el supermercado nos disponemos a comprar frutas, hortalizas y otros artículos perecederos, que se presentan de forma “ecológica”, es decir, más caros.

El problema de la inflación persistente es que afecta mucho más a los perceptores de ingresos modestos (incluidas las pensiones), cuya cuantía se eleva por detrás de los precios. Es decir, la inflación contribuye a extremar las desigualdades sociales. El único efecto positivo se produce a favor de los empresarios avispados, pues el consumo general se incrementa. De lo cual se aprovecha el Fisco, pues los impuestos indirectos se establecen como una proporción del precio de las transacciones. Ahora, se comprende mejor que las fuerzas dominantes no se hallan muy interesadas en que bajen los precios.

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