Hace casi tres años, Alberto Núñez Feijóo, ante los tratos que se estaban urdiendo entre Unidas Podemos y todos cacicazgos a los que sirve dicha marca, y el PSOE, afirmó que «una coalición PP-PSOE en España resolvería muchísimos problemas». Consolidado el llamado Gobierno Frankenstein, etiqueta adjudicada por el propio Rubalcaba, Sánchez sigue siendo presidente al precio de ir haciendo constantes concesiones a sus secesionistas socios, mientras amplios sectores de la sociedad española, así titulares de grandes capitales como mileuristas, callan paralizados a medio camino entre el temor a la monstruosa alternativa dibujada por los medios afines a las estructuras de poder y el arraigado sectarismo de una nación que mantiene con celo muchas de sus capillitas.
Es posible que Feijóo considere que lo más oportuno (…) sea emular esas imágenes boxísticas en los cuales los púgiles se abrazan extenuados para no caer a la lona
Tres años después, Feijóo sigue abierto a algún tipo de cooperación con el PSOE. Con una gran crisis asomando por el horizonte, es posible que el veterano político gallego considere que lo más oportuno para las dos grandes formaciones políticas que han perpetrado el Estado de las Autonomías sea emular esas imágenes boxísticas en las cuales los púgiles se abrazan extenuados para no caer a la lona. Una imagen a la que se ha dado en llamar «gran coalición», que permitiría gestionar, palabra fetiche por excelencia, una crisis a la cual contribuye decisivamente la estructura del Estado español, repleta de duplicidades y de barreras internas que sirven para blindar el poder de las oligarquías regionales.
La gran coalición lleva hecha desde hace casi medio siglo. Por lo menos desde los prolegómenos de la redacción de la actual Constitución
El rótulo, «gran coalición», goza incluso de las bondades de sus resonancias germánicas, siempre tan caras para los partidos españoles, singularmente para un PSOE refundado en los años 70 con recursos alemanes en primer término, y norteamericanas, en el fondo. La aureola europeísta vendría, además, a bendecir, para muchos, esta maniobra que sería interpretada como un gesto de prudencia, como un momento de refundación que corregiría los errores por todos conocidos.
Sin embargo, tal nos parece, la gran coalición lleva hecha desde hace casi medio siglo. Por lo menos desde los prolegómenos de la redacción de la actual Constitución, confeccionada con deliberada ambigüedad en algunos de sus puntos más importantes. Singularmente en los que podrían afectar –«nacionalidades y regiones»- a aquellos que, en virtud de una desafortunada metonimia fueron confundidos con un todo. Nos referimos, naturalmente, a los secesionistas a los cuales se les dio el carácter de representantes de todos regionales. Fue para buscar su contento, para compensar un supuesto antifranquismo que no era otra cosa que la continuación de viejas estrategias, racistas y supremacistas, destinadas a lograr la mutilación de la nación española y el reparto de sus jirones entre sus hijos más desleales, para lo que se introdujeron fórmulas de apaciguamiento que han mostrado sus verdaderos resultados más de cuatro décadas después.
Émulo de Pujol en muchas de sus políticas, no es de extrañar que Feijóo y su nuevo hombre fuerte venido de la blasinfantista Andalucía, Bendodo, coqueteen con la nación de naciones
La gran coalición, en definitiva, lleva establecida muchas décadas, en las cuales la alternancia entre el PP y el PSOE ha servido para la desaparición de esas marcas en los sitios en los cuales mandan sus aliados preferentes. Émulo de Pujol en muchas de sus políticas, no es de extrañar que Feijóo y su nuevo hombre fuerte venido de la blasinfantista Andalucía, Bendodo, coqueteen con la nación de naciones, sabedores de que la concesión de nuevos privilegios para las regiones donde se cultiva con ahínco la hispanofobia es la mejor fórmula para acceder a una Moncloa desde la que se seguirá debilitando a nuestra nación.