«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
La Gaceta de la Iberosfera
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Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

La Odisea (2)

6 de abril de 2022

Eche una ojeada el lector a la columna anterior a ésta ‒salió hace muy pocos días… Seguro que anda cerca‒ y entenderá el porqué de que escriba hoy su segunda parte.

Dejé el relato del abracadabrante (pero también descacharrante) episodio vivido en tres islas del archipiélago oriental de la Hélade ‒Patmos, Leros y Kos‒ cuando la lancha rápida Drago 500 me transportaba a toda pastilla, brincando sobre las olas, desde la primera de esas islas, donde me dio el patatús, hasta la segunda, rebautizada hace casi un siglo como «La isla Maldita». 

En ella se alza el único hospital ‒más que sui géneris‒ existente en la zona. A él se debe el calificativo. Es de puro estilo fascista: rectángulos de hormigón por todas partes. La isla fue colonia de la Italia de Mussolini y en ese ciclópeo edificio se recluía durante la segunda guerra mundial a los nazis y bolcheviques que debían ser reeducados y a los delincuentes, leprosos, locos y demás ralea. Era, en realidad, un psiquiátrico de prácticas inquisitoriales y quedan en él rejas, celdas, capillas, cámaras que fueron de tortura, castigo y aislamiento, cruces, orlas fúnebres, símbolos del Fascio y decenas, por no decir centenares de cadáveres sepultados bajo el pavimento.

¡Ay, las cocacolas, los daiquiris, los whiskies y las efusiones amorosas!

No faltan en él animales psicopompos, como lo son los gatos, que andan por las terrazas, los patios, los rincones y el bosque circundante ronroneando, frotándose contra los tobillos y prodigando afecto. Gracia, igual que Turquía, está llena de mininos cariñosos y bien alimentados. Más de una vez tengo dicho que eso es a mis ojos señal de que estoy en un buen país. Y si además hay limpiabotas, como los había antes en España ‒ahora se han extinguido‒, ya ni les cuento. Estambul es una de las ciudades más acogedoras que conozco. No en balde queda la costa turca a dos brazadas de la isla.

Estuve en ese hospital dos días con sus respectivas noches. Menos mal que permitieron a la Señorita Nouvelle Vague entrar en él y estar conmigo durante todo el tiempo, aunque lo hiciesen a regañadientes, porque están prohibidas las visitas, quizá por dejes de su historial. La cama de la minúscula habitación en la que me confinaron era estrechísima, casi tanto como un catre de campaña. Dormíamos juntos y prácticamente de perfil, haciendo equilibrios para no caernos por la borda, pues borda había.

Pecaría yo de ingratitud si no añadiera que el trato fue amabilísimo y desde el punto de vista sanitario muy correcto. Me hicieron de todo: interrogatorio de índole cognitiva, pruebas neurológicas de gestualidad y movimiento, tomografía computerizada del sistema cardiovascular, escáner de cerebro, ecografías de tórax y de carótidas, electro, placas radiográficas, análisis de sangre muy detallado… Y nada. Todo, excepto alguna cosilla de escasa relevancia, estaba bien. Opinaron que había sido una subida puntual de tensión ‒llegué a tener 200 de sístole y 120 de diástole… ¡Ay, las cocacolas, los daiquiris, los whiskies y las efusiones amorosas!‒ o un accidente isquémico transitorio. Me conminaron a que nada más llegar a Madrid fuese a un neurólogo, cosa que aún no he hecho, pero ya tengo cita, y me dieron el alta.

A todo esto habíamos perdido las conexiones náuticas y aéreas que debían devolvernos a España. Recomponerlas fue tarea ardua. Javier Redondo, mi antiguo ayudante, y su novia, Clara Boluda, que seguían en Atenas tras el Encuentro Eleusino, se portaron como jabatos, acudieron al rescate por vía marítima ‒una noche entera de ferry danzarín‒ desde el remoto Pireo, y entre los cuatro, duro que te pego, conseguimos salir del atolladero. 

Olvidé decir en mi primera crónica que Nouvelle Vague telefoneó a medio mundo desde el hotel de Patmos mientra yo desvariaba y espumajeaba, y que mi secretaria, Laura Celeiro, se desmayó al oírla y, ya en el suelo, al saber que yo no reaccionaba, le dijo:

‒¡Pues dale una hostia, coño!

La así interpelada me atizó dos y luego, no contenta, me roció con varios botellines de agua fría. Puro Apocalipsis. Bien me estaba. De ese modo volví, más o menos, aunque no del todo, a mis cabales ‒seguía confundiendo las palabras‒ y sucedió cuanto acabo de contar.

¿Percibía aquel felino que el padre de su ama estaba muriéndose, o casi, en la otra punta del Mediterráneo? Más señales del Apocalipsis

En Madrid, la misma noche y a la misma hora en la que se me fue el oremus, una de las gatas de mi hija Ayanta, mientras llovía a cantaros y yo farfullaba, se subió a la copa de un árbol altísimo que crece frente a la verja de su casa e, incapaz de bajar, maullaba desesperadamente. Mi hija tuvo que recurrir a un amigo para que trepase a rescatarlo. Sus ojos fosforescían e iluminaban su rostro como carburos, como llamas del infierno de Dante, como si fuesen los de Lucifer, los de un ángel o los de un demonio. Adjunto foto. ¿Percibía aquel felino que el padre de su ama estaba muriéndose, o casi, en la otra punta del Mediterráneo? Más señales del Apocalipsis. Ya dije que los gatos son animales psicopompos, así llamados en la cultura griega los que se encargan de acompañar al hombre en su viaje al más allá.

El gato psicopompo de la hija de Dragó, Ayanta Barilli

Aterricé en Madrid, llegué a mi casa y encima de mi escritorio me aguardaba un libro, cuidadosamente envuelto: La lógica del fragmento (Arte y subversión), de Pilar Carrera, editada por Pre-Textos.

Lo desempaqueté, lo abrí al azar ‒tolle, legge‒, salió la página trece y en su tercera línea esta frase: «En el Evangelio según san Juan se da una idea muy precisa de qué significa esto».

Respondo que aún no lo sé, pero que voy a tratar de averiguarlo. Mi próxima novela está servida.

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