«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Barcelona, 1981. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Navarra. Periodista. Autor del canal de Youtube 'Alonso DM'.
Barcelona, 1981. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Navarra. Periodista. Autor del canal de Youtube 'Alonso DM'.

La sutil tiranía

13 de septiembre de 2023

La mera mención de las palabras dictadura y tiranía evoca imágenes de regímenes opresivos que someten a las masas a sus designios. Sin embargo, la mayoría yerra al intentar diferenciar entre estos conceptos. En una dictadura, por muy inhumana que sea, existe una consistencia; hay reglas claras que, aunque puedan ser crueles, son conocidas. La tiranía, no obstante, es el epítome del capricho: volátil, arbitraria y sin fundamentos consistentes. La primera es una forma de gobierno; la segunda, una forma de gobernar.

Y, aunque aún muchos se resisten a aceptarlo, Occidente ha caído ya en las garras de una tiranía velada. No hablamos de un despotismo manifiesto y violento, sino de una impredecibilidad ominosa que manipula las reglas según el capricho de quienes detentan el poder.

El caso de Donald Trump es revelador. El expresidente está atrapado en una telaraña legal por desafiar los resultados electorales. ¿Acaso es el primer candidato estadounidense en dudar de la integridad de unas elecciones? Al Gore y Hillary Clinton también pusieron en duda los resultados en su momento. Pero aquí viene la ironía mordaz: mientras que la «trama rusa» usada para deslegitimar a Trump desencadenó cuatro años de disturbios y violencia en las calles, sus principales propagadores quedaron impunes, riéndose desde las sombras.

Otra muestra grotesca de esta tiranía es el caso de Luis Rubiales. Un acto inofensivo le costó su carrera, convirtiéndose en el centro de una tormenta mediática y política. Paralelamente, figuras públicas como el Gran Wyoming, Anabel Alonso, Mercedes Milá o Jorge Javier Vázquez han cometido actos similares o peores sin consecuencias. Esta incongruencia no es sólo una injusticia; es un reflejo de una tiranía que decide, basándose en sus caprichos, a quién castigar y a quién exaltar.

Este tipo de doble estándar ilustra la peligrosidad de la tiranía. En una dictadura, aunque el sistema pueda ser opresivo, al menos hay un entendimiento claro de lo que es y no es aceptable. Pero en esta nueva tiranía, es imposible anticipar cómo se juzgará un acto. Lo que un día es visto como un gesto inocente puede transformarse en un crimen al siguiente, dependiendo del humor y las inclinaciones del poder en turno.

El beso compartido entre Rubiales y Jenni Hermoso no generó controversia hasta que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, decidió condenarlo públicamente. ¿Qué cambió entre el acto y la declaración de Sánchez? Nada, excepto el juicio arbitrario del gobierno.

Es ésta la tiranía que se ha instalado: un mundo en el que las reglas son fluidas y se adaptan a la conveniencia del poderoso. Donde lo que es celebrado un día puede ser causa de ostracismo al siguiente. Un sistema que ya no persigue el crimen, sino que señala a un objetivo y fabrica un crimen para él. Donde la única forma de sobrevivir es seguir ciegamente las volubilidades del poder.

Y aquí radica la verdadera perversidad: hay quienes defienden a este monstruo. Pero no porque la mayoría respalde realmente esta tiranía, sino porque ha sido condicionada, como en el síndrome de Estocolmo, a simpatizar con sus verdugos. Basta con ver la penosa entrevista a Jorge Vilda en la cadena SER tras ser despedido, declarándose feminista y arrodillándose ante las mismas hienas que acababan de hundir su carrera.

Occidente se desliza peligrosamente hacia el abismo. Podría argumentarse que esta involución hacia la tiranía mutable es el resultado inevitable de una generación que ha heredado una civilización ya construida y en pleno funcionamiento. Una generación que no ha tenido que luchar ni sacrificarse en las mismas magnitudes que las que nos han precedido para edificar las bases y principios de nuestras sociedades modernas.

Es un fenómeno comparable al del niño nacido en la opulencia, que se ve rodeado de lujos y comodidades desde su nacimiento y que, a menudo, no logra apreciar el valor intrínseco de esos bienes, simplemente porque nunca ha experimentado su ausencia. Del mismo modo que el niño rico que sólo comprende el valor de lo que poseía una vez que lo ha perdido, nuestra sociedad corre el riesgo de no valorar la estabilidad y la justicia hasta que se vea irrevocablemente privada de ellas.

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