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María Zaldívar es periodista y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Argentina. Autora del libro 'Peronismo demoliciones: sociedad de responsabilidad ilimitada' (Edivern, 2014)
María Zaldívar es periodista y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Argentina. Autora del libro 'Peronismo demoliciones: sociedad de responsabilidad ilimitada' (Edivern, 2014)

La violencia como modo de participación política

16 de marzo de 2024

La explosión de furia manifestada por simpatizantes de Donald Trump en la ciudad de Washington frente al Capitolio en oportunidad de la asunción de Joe Biden en 2021 o dos años después, el espectáculo que brindaron los seguidores del ex presidente brasileño Jair Bolsonaro en los días del recambio de autoridades en Brasil materializan una significativa variante en las formas de participación política registradas hasta el presente. Si se trata solo de maneras y de hechos aislados o hay algo más merece una reflexión. De ese análisis se puede desprender cuál será la senda que transitará el mundo en los próximos años.

Durante los últimos siglos y hasta el presente, aún con interrupciones, en la mayoría de los países libres la democracia ha sido el instrumento de elección y renovación de autoridades y la república, la forma de organización política que implica, principalmente, la división e independencia de poderes. Si bien ambos mecanismos han merecido críticas, no se les ha encontrado mejor reemplazo y las disconformidades se canalizaban dentro del propio sistema. Las manifestaciones de descontento y desaprobación violentas son una novedad. A los episodios mencionados se suman otros; a comienzos de 2023, más de 80.000 personas inundaron las calles de Israel para plantear su desacuerdo con la reforma judicial encarada por el gobierno y se suscitaron hechos de máxima tensión entre algunos manifestantes y las fuerzas del orden; pocos meses después, «los chalecos amarillos» fueron un poderoso antecedente de oposición violenta en Francia.

En América Hispana se viven circunstancias similares. La Argentina registra manifestaciones numerosas, siempre alentadas desde el otro extremo ideológico, la izquierda radicalizada, contra el gobierno de turno y las fuerzas del estado. Enfrentamientos con la policía son moneda corriente y los desmanes alcanzan niveles de vandalismo crecientes. Por su parte, el llamado «modelo chileno» también está en crisis hace varios años. Los reclamos de la sociedad civil se hacen tangibles en las calles. El malestar y, en consecuencia, la protesta social, ha adquirido cada vez más fuerza y ​​adhesión entre quienes no se sienten representados ni por el Estado ni por la clase política, generando así diferentes frentes de conflicto con una violencia escalando y que tienen como protagonistas activistas ecologistas, mineros del cobre y trabajadores de diferentes sectores, estudiantes secundarios, universitarios y docentes, entre otros, lo que ha desembocado en la amplia impopularidad y rechazo de los políticos en general. El triunfo del comunista Gabriel Boric en las últimas elecciones presidenciales es la expresión de ese descontento, aunque el cambio no ha logrado satisfacer las expectativas de mejora, lo que abre más interrogantes sobre el desenvolvimiento futuro de la gobernabilidad. La lista podría ampliarse con la mención de procesos similares que acontecen en México, Perú, Colombia y otros países de la región.

Ya queda claro que no estamos frente a hechos aislados; puede interpretarse una clara tendencia que sucede y se contagia; entonces cabe preguntarse: ¿los mecanismos de participación política establecidos no son suficientes o eficientes para contener esas expresiones populares o no es ese el problema porque esas expresiones lo que rechazan es el sistema? ¿Pretenden reemplazar o abolir las normas de convivencia democrática? ¿Quieren otro sistema o no quieren ninguno? ¿Aceptan el imperio de la ley, aún imperfecto o lo ignoran? Porque el sistema se cambia desde adentro con las instituciones existentes, fortaleciéndolas, a menos que el cuestionamiento no sea sobre los fallos del mecanismo sino sobre el propio sistema. Si así fuera, estaríamos frente a sociedades que coquetean con la anarquía.

Algunos nuevos líderes políticos están echando mano de discursos que aluden a barrer con el status quo, lo que abre la puerta a la ilusión de que rompiendo todo renacerá de las cenizas un nuevo orden con otros valores, que barrerá la desconexión entre el poder político y la ciudadanía, dando paso a una representación genuina y sana. La exigencia de un modelo de democracia «igualitaria» se está expandiendo como una mancha de aceite que es una invitación al populismo, la enfermedad de las democracias en el Siglo XXI.

Los reparos para con las clases dirigentes son cada día más evidentes. No solo los políticos no representan cabalmente a la población; tampoco lo hacen las conducciones empresarial, sindical y hasta eclesiástica; todas se encuentran cuestionadas y alejadas de lo que el ciudadano espera de ellas. Los medios de comunicación tampoco han quedado exentos de controversia y hasta a las universidades se les reclama mayor compromiso con las tradiciones y necesidades. En la actualidad, salvo honrosas y aisladas excepciones, las casas de altos estudios son un gran semillero de futuros dirigentes woke a nivel mundial, en especial las de mayor prestigio académico lo que significa un enorme peligro a mediano plazo.

La pregunta es si estos conatos protagonizados por la sociedad civil contra la realidad política, claramente en deuda, se resuelven con la desaparición del sistema político tal como lo conocemos; si eso solucionaría los problemas actuales de la convivencia social, si supondría un salto cualitativo y, si es así, si alguien está pensando en otro orden mundial que reemplace el actual.

Así como la historia demuestra que los controles de precios, por ejemplo, no funcionaron nunca para detener la inflación, esa misma historia también enseña que la anarquía tampoco fue nunca solución de nada porque la violencia no es solución de nada. Acá llegamos a los estallidos sociales y la espontaneidad de ciertos episodios, a su intencionalidad y a sus consecuencias.

La “Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”, título amable si los hay, se deslizó durante demasiado tiempo sin causar alarma. Aprobada en septiembre de 2015 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, se supone que establecía una visión transformadora hacia la sostenibilidad económica, social y ambiental de los 193 estados miembros de las Naciones Unidas que la suscribieron. La realidad demuestra que sufrió una sugestiva transformación, de una tímida guía de referencia a una herramienta de presión política y económica que impone normas y castiga, literalmente, a aquellos países que no se someten a sus dictados. Esos burócratas que la impulsan desde su castillo de cristal, que pretenden disciplinar mediante premios y sanciones, están generando este clima de violencia que ahora se ve en muchas regiones del planeta. La resistencia a la arbitrariedad de sus mecanismos ha comenzado y lo demuestran las recientes manifestaciones ocurridas en varios países europeos.

Reformar y repensar la función del estado para adaptarlo a las necesidades cambiantes del mundo actual es un proyecto más que saludable. Ahora, la delegación de ese marco y de ese debate en una supra-estructura burocrática alejada de las coyunturas específicas de cada país es un absurdo que es preciso combatir. Aún son pocos los líderes políticos que identifican el programa 2030 como el proyecto perverso que es y alzan la voz contra él. Es imperioso seguir denunciando la tentativa de despojar a las nacionalidades de su autonomía en aras del bosquejo de una sociedad en la que habrá que ser feliz sin nada porque así lo indica Bruselas.

Las variables están sobre la mesa para quien quiera analizarlas. En todo caso, hay que conectarlas y sacar conclusiones.

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