Mas aislados se encuentran, desunidos, / Esos pueblos nacidos para aliarse:
La unión es su deber, su ley amarse: / Igual origen tienen y misión;
La raza de la América latina, / Al frente tiene la sajona raza,
Enemiga mortal que ya amenaza / Su libertad destruir y su pendón
Los versos pertenecen al colombiano José María Torres Caicedo y forman parte del poema Las dos Américas, que vio la luz en Venecia el 26 de septiembre de 1856. Desde entonces, la fórmula América Latina, disolvente del componente hispánico y aun ibérico, ha hecho fortuna. Por sus venas abiertas se adentró hace medio siglo Galeano, para renegar de su obra tiempo después. Entre ambas fechas, varios fueron los intentos de designar al, en su día, llamado Nuevo Mundo. A la llamada «Indoamérica», del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, se sumó la «Eurindia» del argentino Ricardo Rojas, término con el que trató, desde posiciones krausistas, recubrir todo el continente. Recientemente, Frigdiano Álvaro Durántez Prados publicó su Iberofonía y paniberismo. Definición y articulación del Mundo Ibérico (Última Línea, Madrid 2018). A él se deben construcciones como la de «Espacio Panibérico», «Paniberismo» e «Iberofonía», del que procede «Iberosfera», neologismo que comienza a popularizarse.
Con todos esos vocablos y otros que omitimos para evitar la prolijidad, se ha tratado de dar nombre a una realidad construida, cuando se emplea la partícula ibérica, por España y Portugal, naciones que estuvieron unidas durante seis décadas. En todos los casos, las denominaciones sugieren un sombreado del mapamundi que atiende, sobre todo a aspectos lingüísticos bajo los que se mueven diferentes formas de gobierno o de credos. En su obra, Durántez defiende la tesis de que ese espacio políticamente multinacional –no confundir con la disolvente plurinacionalidad podemizante- cuenta con la ventaja de que sus idiomas mayoritarios, el español y el portugués son recíprocamente comprensibles. Una intercomprensibilidad asimétrica pues, por razones fonológicas, el español es más accesible para los lusófonos que el portugués para los hispanoparlantes. Sea como fuere, la Iberosfera o la Iberofonía, tanto monta, tienen como punto de partida el desbordamiento peninsular que halló su ámbito más amplio en América, continente que fue descubierto en la misma fecha en la que Antonio de Nebrija publicó su Gramática sobre la lengua castellana y en la cual se produjo la expulsión de los judíos españoles, aquellos a los que Andrés Bernáldez dedicó estas conmovedoras palabras:
E iban por los caminos e campos por donde iban con muchos trabajos e fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros nasçiendo, otros enfermando, que no había christiano que no oviese dolor dellos.
Pero también estas otras:
… y los rabíes los iban esforçando e hacían cantar a las mujeres e mancebos y tañer panderos e adufos para alegrar a la gente.
En la estela de aquellos cánticos salió de España el peculiar castellano usado por una comunidad replegada, por diferentes causas, sobre sí misma. Una variante llamada ladino, término que siguió empleándose para referirse a aquellos que, carentes de raíces hispanas, dominaban con mayor o menor solvencia la lengua común de los españoles. Prueba de ello es el hecho de que en 1544, más de medio siglo después de la emisión del edicto de expulsión, Hernán Cortés formalizó la compra de esclavos negros ladinos, es decir, de hombres que hablaban español o portugués y que, aunque en ocasiones levantiscos, eran más valiosos que los llamados bozales, nombre que se les daba a aquellos que eran capturados o comprados en África.
Aparentemente desaparecidas, las comunidades sefardíes comenzaron a aflorar el 6 de febrero de 1860, cuando la entrada de las tropas españolas en Tetuán fue recibida con añejas palabras de bienvenida. Al descubrimiento tetuanero, un punto más que añadir en el mapamundi iberosférico, le siguieron otros en el Este de Europa. Ya en el siglo XX, la creación del Estado de Israel propició la concentración de ladinoparlantes en un mismo territorio, permitiendo que hoy, según las cifras oficiales, vivan allí 300.000 de los 500.000 hablantes de judeoespañol que hay en todo el mundo. Ajeno a las normalizaciones que se sucedieron tras la marcha de sus portadores, el ladino, encapsulado durante siglos hasta dar lugar a una dispersa y heterogénea comunidad lingüística que cabría llamar Ladinosfera, cuenta desde el pasado 9 de diciembre con una Academia Nacional del Ladino, institución que tratará de preservar el arcaico legado mantenido por aquellos que, con sus antepasados enterrados en España, hubieron de salir de su patria.